lunes, 30 de mayo de 2016

Todo a cien

De gallinejas y mesenterios

Si usted es de los que nunca ha tenido noticias de la palabra mesenterio seguramente le sucederá lo que a mí, la primera vez que me topé con ella. Al rompe pensé que era familia del vocablo cementerio, pero no. Me traicionó el oído, a veces pasa. Mesenterio, ¿qué es esto?, y antes de responder algo para lo que no tenía respuestas, me fui al DRAE que me aclaró que todo se reduce, en términos anatómicos, al repliegue del peritoneo. 

Me fui a más y consigo que el mesenterio es esa parte que envuelve y mantiene en su sitio a los intestinos, también conocido como entresijo. El caso es que el mesenterio de los corderos y el de algunas aves, finalizada la guerra civil española, pasó a ocupar un lugar destacado en la dieta diaria de los madrileños. Una pieza que se tiraba a la basura se incorporó a la mesa de los españoles por una orden que no aceptaba objeción, el hambre. Pasado el tiempo, y curada las llagas de la guerra, si es que llaga de guerra se cura, el mesenterio se convirtió en plato tradicional y extendió sus raíces bajo el simpático nombre de gallineja. Lo dejo hasta aquí, me refiero a la gallineja como tal, porque estas líneas van de otro asunto.

Se trata de la capacidad que tiene el ser humano de soportar los rigores materiales y existenciales en un momento determinado de nuestras vidas. La sicología moderna habla de resiliencia, pero también ese es otro tema. Intento abordar el tema de ese monstruo de mil cabezas que es la inflación. Es evidente que no tengo ni un céntimo de economista, y que si acaso llego a comprender algo de esa enfermedad es que en enero compré un kilo de azúcar en 30 bolívares y hoy se la compré a un bachaquero en 1.800. 

De ese salto en garrocha del precio del azúcar obtengo un correlato que mana en cada una de las conversaciones con las que me tropiezo en la calle. El venezolano pasó del desconcierto que le produjo en un principio la desaparición de los productos básicos de los anaqueles, a un estado de estupefacción por la espiral de precios de los bienes y servicios que utiliza en su día a día. La sensación es como la que se siente cuando vas en una montaña rusa o la que se genera cuando te asomas y miras hacia abajo desde la cúspide de un rascacielos, hablo del vértigo. 

Es terrible pensar que el venezolano tenga que acudir al mesenterio y las gallinejas para atajar esto que ya va adquiriendo rostro de hambre; lamentable porque estas ya adquirieron categoría de manjar. Peor aún, reparar que una carretilla de billetes no sirve de nada.
@pedrojsuarez



domingo, 15 de mayo de 2016

Todo a cien 
La enfermedad del chiste

Domenico, que pudiera llamarse Horacio, Vicente, o Carmelo es un adolescente de más de sesenta años, y tiene por defecto, o virtud que todo lo convierte en chiste. El día de la muerte de su padre le advirtió al personal de la funeraria que en lo posible evitara colocarle al cuerpo del difunto cualquier tipo de hielo o producto irritante porque “su viejito sufría de asma”. Un día cualquiera lo detuvo un vigilante de transito porque había cruzado la avenida con la luz del semáforo en rojo. Consciente de la falta y el monto de la infracción, optó por la vía de la viveza criolla y el humor siciliano: le preguntó al funcionario el motivo de la detención y al responderle que se había “comido” la luz roja, le extendió un fajo de billetes mientras le informaba que entonces él tendría que comerse un pollo asado.

Carmelo, que podría llamarse Vicente, Horacio, o Domenico, declara con solemnidad que tiene por vecinos a tres obispos, a dos generales corruptos, un coronel patriota, una enfermera de terapia intensiva, una ex monja de clausura, un pastor evangélico, un ex alcalde, y un ex convicto devenido en vendedor de carros usados. Nada de esto es verdad, pero a él no le importa. Todas las tardes aprovecha la circunstancia del café que nos reúne par contar una anécdota de sus vecinos. Las historias abarcan el ámbito de lo trágico y lo hilarante a la vez. Nada lo detiene, su capacidad para inventar historias no tiene limites y nadie escapa a la corrosión de su lengua. Es implacable hasta con él mismo, se coloca en las peores situaciones. Se burla de sí mismo que es, al fin y al cabo, la quinta esencia del humor.

Sin llegar al estadio de lo que la ciencia da en llamar el síndrome de Witzelsucht, el trastorno de Carmelo es más un adorno que sirve de muro de contención a estas ganas de llorar en la que se ha convertido Venezuela. Casi como la canción que popularizó la inolvidable Celia Cruz, para Carmelo La vida es un carnaval. Si puedes reír, para qué coño llorar, es su lógica y lo declara. Si comentan que la luz se fue en el edificio por ocho horas, Carmelo despacha que en su casa funciona perfectamente una planta de generación eléctrica de 40 KVA, con la que le manda alguito de energía a la monjita para hacer arrechar a los obispos. Todo esto lo detalla Carmelo revestido de la mayor seriedad. 

La técnica de Carmelo, que podría llamarse Horacio o Domenico, molesta a los que se toman el asunto demasiado en serio. Aquellos que de alguna forma caen en la trampa Orwelliana que promocionan el amor como coartada para implantar el odio, y hablan de paz cuando su tarea es fomentar la guerra. 

Puede ser una enfermedad, la del chiste; pero es de esas dolencias de la que bien vale la pena estar enfermo. No hay pan, qué importa, a Carmelo le terminan de despachar una tonelada de harina y él se entretiene haciendo tortas.
 @pedrojsuarez



 La maldita guerra El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable. Jaime Sabines Mientras las bombas caen, si se ag...