lunes, 26 de enero de 2015

Del amor por las fobias
Pedro Suárez



 Me gusta coleccionar fobias, de adolescente no sabía lo que era el vértigo ni si el vértigo era una fobia, así que aproveché una visita a Nueva York y me encaramé en la cúspide del Chrysler Building para experimentar el horror de los que abominan las alturas. Sin entender porqué vivía obsesionado por  la idea de quedar encerrado en un ascensor. Luego supe que un tío murió infartado en un décimo piso y que esto se mantenía en secreto a lo interno de la familia no sea que los niños pudieran adquirir las manías de Sebastián, así se llamaba el tío, que se asfixiaba si pasaba más de tres segundos en un sitio donde no hubiese un lugar visible por donde escapar. Este tío, como en el viejo cuento español, y por su propensión natural a joder pedía que si moría en Maracaibo lo enterraran en San Félix y sí moría en San Félix lo enterraran en Maracaibo. Pero no sólo eso, era propenso a sumar dolencias y cronicidades. Su colección de alergias, por ejemplo, incluía hasta el olor al pan dulce.

Era Sebastián un animal literario, como sacado de una novela de Miguel de Unamuno o de un cuento de Borges. No podía tocar un libro, pero los compraba por miles y pedía que se los leyeran. En esas jornadas que para todos sus sobrinos eran una tortura pero que para mí se convertían en una autopista que me conducía a la alegría de conocer la condición humana, aprendí a leer al Quijote, a querer los versos de Antonio Machado, la prosa endiablada y poética de Julio Cortázar, y a deleitarme en las trampas lúdicas de Fernando Pessoa.

El tío Sebastián era un tipo simpático. Bueno, habría que decir que nuestra inocencia de niños lo convertía en un tipo simpático. Y es que era fascinante salir a caminar con él y vivir la angustia de no pisar las rayas que dividían los paños de cemento de las aceras, como mágico era comprobar que la luna nos seguía igual que un pato a donde quiera que apuntáramos en las noches de luna llena. Con el tío Sebastián emprendíamos largas discusiones sobre el daño que produce escalar montañas, ¡por el polvillo de las flores!, alertaba. Habría que aclarar que las “tesis” del tío las sometíamos a comprobación en calidad de conejillos de indias. Así, nuestras vacaciones estaban marcadas por viajes a lugares tan insólitos y fascinantes como las “teorías” del tío Sebastián. Decía este tío, que también tenía la manía de mentir, que en un lugar remoto de la selva guayanesa, concretamente hacia los lados de El Palmar, en el sureño municipio Padre Chien, del estado Bolivar, había sido atacado por un águila arpía, que lo tomó por los hombros y lo elevó a una altura de vértigo pero que por su contextura gruesa se desprendió de las garras del ave para caer en la copa de un árbol de donde devino su renuncia a viajar en avión. 

Estrambótico, es un buen adjetivo para calificar al tío Sebastian. Pero a ver, creo que el tema se me está yendo de las manos. Mi propósito es hablarles de mi amor por las fobias. Es verdad que el acta de nacimiento de este rasgo de vida, en mí, la patentó el tío Sebastian. Pero cuando uno crece y se echa los pantalones largos, las cosas pasan al cuaderno de perdidas y ganancias donde se estampa el nombre de pila de cada quien, el mismo por el que respondemos a los reclamos y alegrías que vienen incluidas en el paquete de las circunstancias. De manera que Sebastián quedó atrás, es hoy una referencia grata, un cuento de café. Nada más. El presente es otra cosa, ya no soy un adolescente, las costumbres se hacen mañas, y éstas dibujan lo que somos. De suerte que, salvo sí las manías ofenden o dañan a terceros, cultivo mis fobias con disciplina de organillero. Vale decir, me divierto. Así, les puedo decir que me estoy estrenando en una fobia en la que me va la vida. Debo aclarar, para que no se me tome por exagerado, que el hecho de sufrir una sobredosis de estímulos hacen que esta fobia adquiera unos matices por demás interesantes. Recuerdo que se inició de manera inadvertida. Estaba en una función del Teatro Negro de Praga cuando, en medio del silencio de unos peces nadando en la oscuridad, escuché el ring de un teléfono celular. Apreté los dientes y no sé que muela denunció una fractura en mi boca, mínima pero suficiente como para emular la explosión de una carga de dinamita. 

En lo adelante todo se fue acumulando e hizo erupción en un Banco en el que una mujer guapísima atendió una llamada que despertó del mutismo a un conglomerado exhausto por las dimensiones de la cola que nos separaba de la taquilla. La chica dejó sonar el teléfono tres veces, era para que todos escucháramos el vallenato en el que le declaraba su amor al amado. En un velorio, justo cuando intentaba darle pésame a una viuda -odio estos tramites sociales- sonó un reggaeton, era un carajito, de esos que llevan zarcillos en las orejas; al rato escuché un joropo llanero, y como en cadena una sirena de ambulancia, un gato famélico o disfónico, no lo sé. En fin, los ringtone son una maldición que me persiguen hasta debajo del agua, en el cine, en la opera, en los moteles, a la hora del almuerzo, cuando ya la secretaria del ministerio tal decide atenderme. Ya lo dije, me acostumbré a coleccionar fobias, pero esta de los teléfonos celulares no la soporto. He decidido ir al siquiatra. Bueno, ya vamos por la tercera consulta y juré no regresar. En dos de las sesiones tuvimos que interrumpir la entrevista porque sonó el teléfono. El doctor responde la llamada cada vez que el aparatito deja escuchar a Mozart. Es culto el doctor, pero no soporto los ringtone. 

@pedrojsuarez
Instagram: pedrojsuarez

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