lunes, 19 de enero de 2015


La curvatura del almendrón

Por Pedro Suárez 




De niño canibalizaba los frutos de un gigantesco árbol de almendrón que daba sombra a uno de los patios internos de la escuela pública donde cursé mis estudios de primaria. Era una escuela como ya no las hacen, tan grande que en los recreos me perdía en sus jardines. Tan grande que me permitía disfrutar sus espacios por temporadas. Una semana visitaba el área donde estaban las canchas de voleibol y de fútbol,otra me iba al parque de toboganes y columpios. Había un espacio poblado de inmensos árboles de caucho y caoba, era de mis preferidos. El teatro, una boca de lobo donde las palomas criaban piojos.

Para ese tiempo era un niño más alto que el promedio, y tenía un maestro más bajo que el promedio. Este dicho maestro se divertía ejerciendo autoridad. Si cometía alguna travesura, tipo dar de zancadilla a uno de mis condiscípulos, y la noticia llegaba a sus oídos, se acercaba y me señalaba con el índice: - Suárez, ven un momento. Acto seguido se apoderaba de una de mis patillas y templaba hacia arriba. Dije antes que el maestro era más pequeño que el promedio, y todo lo demás. Yo me levantaba de puntillas y al maestro no le alcanzaba brazos para ejercer precios en la mata de pelos que avecinaban mis orejas. Así amainaba el dolor. Hasta allí y de ese tenor los grados de violencia en aquella escuela de mi niñez. Hoy leo en el periódico que un estudiante de once años le disparó a quemarropa a un compañero de clases. Han cambiado las cosas. 

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