Crimen a la misma hora
Llega como el ruido del metal que se abre paso a través de la dentina, y se expande por un paisaje de nervios donde una niebla de dolor ocupa cada músculo, cada pensamiento. Es un sueño, que se mece en un sofá invisible; un sueño de metralla, recurrente, en él me entero de que cometo un crimen, ni atroz ni noble, si los hay. La víctima no tiene rostro, ni nombre, ni historia, es un eco, apenas. Alguien cuyo cadáver es enterrado para ocultar el delito. La infamia de matar la ejecuto en compañía de un hombre delgado y gris, pero atormentado y febril, es mi complice. En el sueño tengo la certeza de que la justicia me alcanzará, mas por las extravagancias de mi complice que por mí que me precio de ser discreto, de costumbres frugales. Vivo, entonces, esperando que una comisión de la policía visite mi apartamento para detenerme. Puedo sentirlos venir, escuchar sus pasos y las preguntas que indagan sobre las motivaciones del crimen. Me veo pálido ante la imposibilidad de responder el móvil del homicidio, atrapado ante la imposibilidad de negar mi participación en el mismo. En el sueño sé que es un sueño, y eso me tranquiliza, me advierte que bastará despertar para que todo pase. La normalidad ocurre cuando la alarma del teléfono hace el trabajo de sacarme de la cama, cuando abro los ojos y sonrío porque no hay nada que temer. Amarrada la realidad a los árboles que se mueven más allá de la ventana, me prohibo contarle a nadie sobre el sueño porque pudiera ser verdad y cuando localicen el cadáver de la víctima vendrían por mí. Puede pasar un año, tres meses, tal vez diez años, y el sueño reaparece. La angustia se repite, el temor de saberme descubierto se convierte en pesadilla y hace estrago en mis nervios, me despierta asustado. Me prometo, de nuevo, no decirle a nadie. El sueño puede ser verdad.