domingo, 12 de abril de 2015

¿Libros o esteroides?
Por Pedro Suárez


Me gusta leer, a oscuras, que nada distraiga la distancia entre la página y mis ojos. Debo añadir, entonces, que me gusta leer de noche. De adolescente lo hacia con una vela al lado de la cama, era muy pobre para comprar una lámpara. Una vela alcanzaba para leer un poemario de Arthur Rimbaud, digamos; novelas largas como El Ulises de Joyce, El Proceso de Franz Kafka, Crimen y Castigo, de Dostoyeski, o alguna de León Tolstoi podían consumir de quince a treinta velas. No recuerdo si contabilizaba la duración de los cirios por el número de páginas leídas o por el tiempo que tardaba en leerlas. La lectura de un cuento o los tres primeros versos de un poema pueden tomarte días. Una novela puede regalarte su última frase con su entrada a la papelera, junto a los restos de borra de café y cebolla. Un ensayo como El arco y la lira, de Octavio Paz, meses, tal vez años. Pero ya va, la inversión del consumo de velas en la lectura de un libro se fractura al igual que cuando decimos que una pelota está en movimiento y no que el movimiento está en la pelota. Además, estos renglones tratan de otra cosa.

Dije arriba que me gusta leer, y que prefiero hacerlo de noche. Ya no utilizo la vela de cera, puedo comprar la lámpara que se me antoje pero ahora leo todo o casi todo en formato digital. Es verdad que un porcentaje elevado de las novedades literarias se publican en papel, pero también es cierto que el plano digital lo inunda todo, y que requieren unas quinientas vidas para leerlos. Y vean que sí, la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes tiene más de 135 mil registros bibliográficos de los cuales 60 mil son títulos de libros, lo que convierte su catálogo en uno de los más nutridos del mundo. La Biblioteca del Congreso de EEUU adelanta un proyecto de digitalización de su millonario catálogo de libros, fotografías y vídeos. Empresas como Amazon y Kindle ofrecen a los autores publicar sus trabajos de manera gratuita para ser vendidos a precios irrisorios. Me gusta leer, y lo puedo hacer gratis y a placer.

Los ácaros son como unos cerdos, pequeñitos, microscópicos, milimétricos, que les encanta el papel. Para ellos un libro es como un yate de 150 metros de eslora. Allí se reproducen incansablemente y viven a placer, lo mismo que ocurre con mis lecturas en formato digital. Debo a esta última predilección el único punto de encuentro con estos parasitos. Como en la Casa tomada de Julio Cortazar, estos primos de los arácnidos cometieron o, mejor, acometieron la tarea de expulsarme de las cuatros paredes del libro de papel. Primero me echaron de los capítulos, luego del indice, después del colofón, y cuando ya me tenían en la portada me dieron una trompada refrendada por un médico autorizado que me prohibió, por la magnitud de la alergia que padezco, la lectura en papel. La encrucijada era parecida a la que le proponía la madre de Guillermo Cabrera Infante cuando había que decidir entre comer o distraerse: “¿cine o sardina?”, solo que la formula de mi otorrinolaringólogo es diferente, menos lúdica: ¿libro o esteroides? 

@pedrojsuarez

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