El precio de un perfume
Orson Welles es de esos personajes fascinantes al que uno siempre regresa, a veces por azar: te detiene una escena de sus muchas películas; otra, por una frase o alguna de sus abundantes boutades, sus miles de anécdotas. Es así que me lo encuentro en un documental que reproducía un canal de tv a la hora de la cena, justo mientras yo iba a mitad de una tortilla de atún con la que intentaba aplacar los llamados del epigastrio. Confesaba Welles, y creo que al hacerlo se le quiebra un poco la voz, que invirtió el 98% de su tiempo en tratar de conseguir dinero (supongo que para atender los gustos que le daban sentido a su vida y que le permitían hacer las cosas que realmente le atraían), el otro 2% los utilizó en hacer las cosas que le encendían el alma y hacían que su genio creativo e innovador prendiera en todo aquello que tocaba; Citizen Kane, considerada la mejor película jamás filmada, o la emisión radial, por ejemplo, de La guerra de los mundos, basada en la novela The war of the worlds del inglés George Well que generó un pánico colectivo al momento de su transmisión porque, según el guión de Welles, un meteorito se había estrellado en una granja de New Jersey y producto de esa coalición los marcianos se apoderaban de la ciudad y sus calles. Para espantar aún más, reporta que en el resto de los Estados Unidos ocurría otro tanto.
De estas cosas hablaba con mi amigo Roger Vilain, un escritor que cuando escribe parece que lo hace con las uñas sobre un pizarrón de escuela. El tema era la órbita de interés de cada quien, y las fronteras éticas que nos rodean al momento de escoger una ruta de vida. Pero no se crea que la atmósfera que rodeaba la conversación era el de incienso de catedral, muy por el contrario, lo hacíamos mientras un ron añejo se cocinaba en el vidrio de un vaso corto al que cada cierto tiempo acudíamos para aclarar la garganta. Vilain, ante mi comentario sobre el drama para un genio en ese trajín, me respondió que Orson Welles era como el 98% de la gente. Me dijo más, tú no sabes lo que es capaz de hacer cualquier hijo de vecino para comprar un perfume. Te asombrarías al saber lo que puede arriesgar un avaro para conservar un activo. Eso explica aquello de los paraísos fiscales. Así, sin economistas.
@pedrojsuarez