sábado, 24 de enero de 2015


El vendedor de diamantes
Por Pedro Suárez 

A Inés Naanouh
hilo y Ariadna de estos renglones.


                                                                                                 “Pude tocar El Dorado
                                                                                     comprobar que el de los libros
                                                                                                   era una torpe infamia
                                                                                                       un mito inacabado"


I
Entró por la Guaira, venía de la ciudad francesa de Nantes y de una breve estadía en Curazao. Declaraba que había crecido en una región donde gobernaba el viento, la arena, y las aceitunas. ¿Norte de África, Medio Oriente? Poco importa. Digamos sí que era un hombre delgado, alto, con nariz grande y un tanto halado de boca. Tenía en la garganta eso que llaman "manzana de Adán" y cada vez que reía, esa bellota atrapada en medio del cuello se movía de arriba abajo como un transatlántico en alta mar. Fumaba con la serenidad de un santo, y tomaba tazas de café que más parecían caldo de petróleo que otra cosa. Tanto fumaba que en su derredor se formaba una nube de humo. Parecía que al inhalar se tragaría las riberas del río. El pelo negro como los azabaches del Orinoco, pegado al cráneo por un espejo de brillantina que se incendiaba cada vez que el sol iluminaba desde los lados del puente Angostura; olía siempre a limpio, usaba pantalones negros con camisas almidonadas y blancas. Así era Arthur, vendía y compraba diamantes. Tenía amigos, llegué a creer que había inventado esa palabra.

II
La primera vez que lo vi me paralizó con su sonrisa, pasó su mano por mi pelo, me preguntó por mi nombre, y dijo que era amigo de mi padre. Pasaron tres años y lo volví a ver, esta vez trepando la calle Constitución, un mediodía del mes de abril, cuando las calles empedradas del Casco Histórico hierven al sol y sus adoquines saltan como sardinas. Yo me entretuve con unos amigos comiendo mango, y al llegar a la casa lo encontré secándose el sudor con un pañuelo blanco y entre los dedos pulgar y medio, un cigarro encendido. Pídele la bendición al tío me dijo mi padre, y no se molestó en explicarme porqué era mi tío. Almorzamos, y se despidió luego de quemar tres cigarros. A partir de ese día, almorzaba o cenaba en casa dos o tres veces a la semana.

Se alquiló una casa contigua a la nuestra. Arthur vendía y compraba diamantes. Sus operaciones las realizaba desde la sastrería de mi padre. Allí acudían personajes que parecían sacados de la película Casablanca, hasta celebridades como Barrabas antes de encontrar el diamante que lo llevaría a la ruina. A los que iban llegando, los abrazaba y entre risas los encaminaba a una pequeña oficina que se acomodaba en la trastienda. Al tronido de las carcajadas, una vez cerrada la puerta, le sucedía un silencio que podía ser tallado. Al rato, se escucha un: -No, no, no, por favor, eso es muy poquito! A lo que seguía un: - Es que no tengo más primo. Indefectiblemente, los dos, el tío Arthur y el visitante salían con la cara de satisfacción que deja la certeza de haber cerrado un buen negocio.

El tío Arthur no era el único, en la Ciudad Bolivar de esa época podías comprar diamantes hasta en las esquinas. El Orinoco y el Caroní guardaban y guardan cantidades enormes de la escasa piedra.

III
Un domingo de esos en los que parece que el mundo se va a la tintorería, el tío Arthur, después de tomar el desayuno en la casa, me pidió que lo ayudara mientras conversaba unos asuntos con papá. No me dijo a qué, lo que si logró fue que me molestara porque camino a la plaza iba bajando la pandilla del barrio en bici y gritando mi nombre para el religioso encuentro de los domingos en el que alternábamos largas caminatas por el paseo Orinoco, con pelas y camorras que no pasaban de dos o tres groserías. 

A regañadientes me acerqué a  la mesa comedor, el único mueble que adornaba la breve sala de la casa del tío Arthur y esperé a que acercara la silla que arrastraba desde el patio. Me dijo: - Espera aquí. Sentí que abría maletas o cajas de metal, nunca lo supe. Pasado unos minutos salió del cuarto con un paño rojo en la mano derecha, debajo de las axilas algo que apretaba y en su mano izquierda tres frascos de vidrio que sonaban como una maraca desafinada. Lanzó el paño en la mesa, luego colocó las frascos en un extremo; con tachuelas fijó la tela por sus cuatro esquinas, templado como en una mesa de billar. Le pasó la mano abierta, una y otra vez. Más como se le pasa la mano a un caballo con el que se va a recorrer un largo camino, que a un fieltro donde la luces de los diamantes jugarían a deletrear el universo.Ya dije que eran diamantes. Lo que no he dicho es que el plano perfecto y dilatado del paño era de un rojo que producía vértigo. Y es que cuando el tío Arthur fue destapando los frascos y colocándolos boca abajo sobre la superficie, las luces le daban al rojo una infusión de cayena que jamás olvidaré.

Más seco que un cuero, me ordenó: -Selecciona por tamaño y color, que ya vengo.
Allí estaba yo, eran tres promontorios de luces. No sabía por dónde comenzar. Me levanté de la silla, salí al patio y busqué en un naranjo una espina fuerte. Con ella empecé a escarbar. Primero los grandes, del tamaño de un grano de maíz, luego unos más pequeños, otros como una legaña. Los había azules, blancos, con rastros de arcilla. Algunos literalmente saltaban desde sus reflejos violetas y rosados. Era un espectáculo. Los tres cerritos, ahora eran diez, veinte. Los ojos se me fueron llenando de luces y me dio miedo. Llegó un momento en el que toda la mesa parecía una fogata. Creo que transcurrió una hora, quizá un día, un siglo tal vez, cuando de pronto sentí una  mano en el hombro, era el tío Arthur que me preguntaba si había terminado. No le respondí, no tenía que hacerlo, el paño rojo había desaparecido y ahora solo veía una compacta alfombra de colores que me recordaba a esas con las que tapizan las salas de cine. Nunca supe en qué momento tendí todas las piedras sobre la superficie ni tampoco la razón de la fiebre intensa que me atacó.

Recuperado de la fiebre pregunté a mi padre por el tío y me respondió que estaba para las minas. Sus regresos ya no eran los mismos ni su presencia en la casa ni los domingos en los que me pedía que lo ayudara. A más diamantes yo me hacía más adolescente y el tío Arthur fumaba más y sus estadías en la casa se hacían más cortas. Un día el correo nos entregó una postal ilustrada con la Torre Eiffel, al dorso se podía leer: “Ya en París, iré al África". Mi reacción fue automática, dejé caer la frase sobre la mesa, igual al tío cuando vaciaba los frascos sobre el manto rojo: -No va volver, él solo se dedica a vender diamantes.


@pedrojsuarez

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