Una vez, el cine
"En mi pueblo, cuando éramos
niños, mi madre nos preguntaba a mi hermano y a mí
si preferíamos ir al cine o
a comer con una frase festiva: «¿Cine o sardina?».
Nunca escogimos la sardina "
Guillermo Cabrera Infante
A Yeriany Suárez Manrique, mi hija
que todavía habita el planeta de la niñez.
Para esa época Upata era del tamaño de mi dedo pulgar, pequeñita, pero
tenía más de doscientos años de fundada y menos de diez mil habitantes. Las
calles signaban sus nombres tomando la clásica composición del fresco
independentista venezolano y se acomodaban a la vieja pero útil cuadricula
española, la misma que en el año de 1762 le sirvió a los frailes capuchinos
catalanes para suscribir el acta de fundación de la ciudad.
En ese tiempo el hombre no había llegado a la luna, la fibra óptica, la
internet y las redes sociales que dominan las comunicaciones del presente eran ciencia
ficción, balbucientes bebé de laboratorio, tubos de ensayo en universidades y
cálculos militares en cuarteles y ministerios de Defensa. Nada era virtual y lo
realmente importante se podía tocar, oler, ver y escuchar. Las cosas eran de
“carne y hueso”. Quizá por eso todo quedaba cerca, los rostros, las miradas,
las sonrisas, el estrechón de mano, la plaza Bolívar, la escuela, el
cementerio, la iglesia, el mercado, el cine.
Sí, el cine, revestido de la magia y fascinación que le ganó el estatus de
séptimo arte. Yo tenía nueve años cuando comencé a peregrinar por esos
santuarios que me hacían sentir que entraba en otra galaxia cuando se apagaban
las luces y comenzaban a rodar los cuadros de celuloide. La historia, el
argumento, el guión, la dirección me eran indiferente ni me atrapaban tanto
como ver el mágico accionar de unos seres que, literalmente, vomitaba la pared
contra mis ojos.
Eran cuatro, exactamente cuatro, ni una más, las salas de cine que tenía
Upata para el momento en el que descubro ese mundo paralelo de luz en el que
todo se desprendía por el tobogán de la ficción. A esa edad o a ese niño ya
podía distinguir de qué iba cada una de las salas. El cine Bolívar era el
favorito de los obreros, desempleados y campesinos que cosechaban yuca amarga a
las afueras del pueblo. El Teatro
Canaima, para la emergente clase media, para el furtivo acto de besar a la
novia, para lucir la ropa de domingo. El cine Principal daba cobijo a la
intelectualidad upatense, maestros, profesores, a la gente seria que tenía
finca y dinero en el Banco. En cambio el cine Sucre uno no sabía qué cobijaba
en sus patios pero creo encontrar algo como el reflejo de cuchilleros y
prostitutas merodeando a la hora de la función en la antesala. Debe anotarse
aquí que para ese tiempo en Upata la televisión era una promesa de periódico,
que había dos salones de baile, el Tropical y La Lucetti, que las galleras eran
el hervidero de sangre, gritos, groserías y alcohol con los que todavía aliñan
algunas de las ferias y fiestas patronales, que ocasionalmente se desarrollaban
tardes de toros coleados, los vecinos tenían por balneario la laguna Larga o se
iban de pesca al río Caroní, justo en el paso de Caruachi.
Estamos hablando de un pueblo predecible, sin sorpresas, en el que cada
quien, como en toda comedia humana, cumplía su rol. Desde el sastre italiano
aplicado al corte y costura de sus telas, al que repartía el kerosene o vendía
tabaco de rollo, el que sacrificaba ganado, el que tomaba las fotos, el áraba
que fiaba la ropa, el gallego que despachaba la cerveza o el alemán que
reparaba tractores. Hasta sus locos estaban contados y tenían oficio definido,
una rutina patológica que los identificaba y les daban el colorido necesario
para el que el pueblo los colocara en el altar de sus afectos. Un pueblo al que
se llegaba desde San Félix por una estrecha carretera de asfalto floreada de
cruces en sus costados donde se leían los nombres de los que habían perecido
haciendo el trayecto. Un pueblo que iba a misa los domingos a rezarle a Santo
Antonio de Padua y después escuchaba la retreta Juan Vicente González que le
ponía música a la que sin duda es una de las plazas Bolívar más bellas de
Venezuela. En esa plaza, y no es menor el detalle, se sucedía la puesta en
escena de una pasarela a veintisiete niveles para que las mujeres más hermosas
de Guayana pasearan su donaire, gracia y sonrisa. Un pueblo que se presentaba con
orgullo como tierra de poetas y poetisas, de ministros de la talla de José
Manuel Siso Martínez o artistas como Alejandro Otero y la cercanía afectiva del
presidente Raúl Leoni y Menca de Leoni heroína civil venezolana, la Primera
Dama de más grata recordación en la historia contemporánea de Venezuela.
Esa era la Upata en la que aprendí a profesar la religión que inventaron
los hermanos Lumiere. Acéptenme que cinco cuadras me separaban de la gran
pantalla del cine Principal y que este hacia pared con la librería de un
temperamental comunista, replica en carácter y maneras del cojo Ricardo III que
tan magistralmente retratara William Shakespeare en la pieza teatral del mismo
nombre; hablo del “renco” Alberto Vera que acomodaba tipos de plomo en una vieja
imprenta al fondo del local y que desde sus malas pulgas y rudeza nos enseñó a
leer las novelas de Rómulo Gallegos, Julio Verne, Ernest Hemingway, Gabriel
García Márquez, la poesía de Federico García Lorca, César Vallejo, Antonio
Ramos Sucre, más el jarabe de El Capital de Karl Marx y todo lo que oliera a
Friedrich Engels, a prosa filosófica, a pensamiento político.
Precisa en la memoria están las dos cuadras y media que recorría de niño
para alcanzar la antesala de un cine Bolívar al que el nombre de la calle
Independencia le quedaba como anillo al dedo, en tanto sus resonancias
históricas. En aquel cine Bolívar desdibujado por el humo que desprendían las
frituras de empanadas y por el olor a canela que como boya flotaba en el arroz
de la chicha que nunca mas he vuelto a probar, se vivía a diario algo parecido
a una escandalosa y competitiva Casa de Bolsa, solo que el producto, títulos
valores y papeles que se comercializaban eran las historietas de Kaliman,
Hermelinda Linda, Fantomas, Las Aventuras de Capulina, Superman y las de Memin
Pinguin, entre tantas y tan abundantes que ya no recuerdo. De esa suerte de
subasta, trueque, préstamo, venta pura y simple nació en mí el amor por la
lectura y tal vez por la escritura. El caso es que el cine Bolívar me recibía
como uno de sus más fieles habitué y, debo decirlo, era mi preferido. Tanto que
dado la cercanía de mi casa y la facilidad para llegar a él pude hacerme amigo
del administrador y a su vez del proyeccionista, del portero y del señor de la
limpieza. Con todos trabé amistad, al de la limpieza lo ayudaba a barrer el
palco y patio del cine, al operador a limpiar los carbones de unos proyectores
que más bien parecían elefantes de hierro y a pegar los trozos de celuloide
rotos al fragor de la función. Estos accidentes que se repetían varías veces en
el transcurso de la proyección servían para darle protagonismo a una serie de
personajes que le daban identidad y carácter a la sala. Los recuerdo
nítidamente, de uno en uno se atropellan en mi memoria para revivir la sarta de
groserías e imprecaciones que lanzaban contra el maquinista, las que se
dedicaban entre sí y la negociada camaradería que regulaba el torneo verbal.
Clave para mí era la automática asociación de estos escándalos con la hermosa
libertad de reírse a mandíbula batiente ante un espectáculo que por gracioso e
hilarante perdía la carga soez que contenía. Y es que se ejercía la autoridad
en aquello de insultar. Primero se levantaba una voz potente, heráldica,
burlona, con su pizca de cinismo que podía ser la de Tanino, un vendedor de
discos de vinilo y dueño de rockolas que alquilaba en los botiquines del
pueblo, para luego y de forma sincronizada sentir cómo se intercambiaran las
voces agudas con las graves. Aquello parecía un concierto de tenores, barítonos
y sopranos. Todas las frases empezaban por coño o terminaban por madre, y de
allí la más inimaginable catarata de insolencias, retruécanos verbales y
ocurrencias al estilo de la mas viva y cruda picaresca criolla. Esto distinguía
al cine Bolívar y lo hacía único, además de su bien diseñado criterio de la
oferta cinematográfica donde el cine mexicano era apadrinado por Cantinflas y
Pedro Infante para competir con los western spaghetti en el que Terence Hill
decía “Tú perdonas... yo no” o las “chinas” en las que Bruce Lee volaba dándole
de patadas a unos bandidos vestidos de samurái.
En el Bolívar aprendí a leer la palabra cinemascope, presencié el incendió
de Atlanta en la película “Lo que el viento se llevo” y lloré viendo llorar a
una campesina que vino del campo a ver al gran Pedro Armendáriz protagonizando
al malogrado “Juan Charrasqueado”.
Palco y patio, el primero techado y con butacas de latón que se doblaban
por la fiereza de las patadas que recibían cada vez que se reventaba la cinta e
imán de chicles que se fijaban rabiosamente en los pantalones de los que por
azar y mala fortuna acomodaban sus posaderas en los icebergs de goma de mascar
todavía frescas; el segundo a cielo abierto, dividido del palco por un pretil
de bloques para luego alinear sendos bancos de madera en los que uno se podía
acostar y disfrutar la función de la noche. Al fondo y a la derecha un baño
donde reinaba el olor a urea y en el que, estampados, relucían escritos dignos
de una antología del insulto. Estamos hablando de un microcosmo cultural en el
que se retrataba una Venezuela profunda y rural que fue sucumbiendo por obra
del inusitado protagonismo de las nuevas tecnologías y por el crecimiento
demográfico natural que muda en ciudad o remedo de ciudades lo que por siglos fueron
pueblos atrasados.
Dije antes que el cine Sucre era otra cosa. Uno tenía la sensación que
estaba a punto de cerrar, que era un mal negocio y su quiebra inminente. A ver,
el cine Sucre era como un paciente en terapia intensiva que un día amanecía bien
pero del que no se podía saber si se le alcanzarían las fuerzas para la próxima
función. Dispuesto a la manera del cine Bolívar, sus paredes, la pantalla, la
taquilla, todo en él respiraba decadencia.
Para que nos entendamos, el Sucre era un cine de selva estacionado en una
casa de media agua donde el cielo parecía caer en picada contra los escasos
espectadores que asistían aburridos a ver la película. Nunca pude saber cómo se
llamaba el portero, y en la taquilla te atendía alguien hoy y mañana otro. Entidades
fantasmales que en la puerta, donde se controlaba la entrada, recibían el
ticket como levitando. Me pasaba que, por una razón que no logro explicar, el
Sucre me trasladaba a la atmosfera que se respira en las novelas de Mario
Vargas Llosa, concretamente en La Casa Verde. Sentía que la pintura, las rejas,
el piso de la sala, los rostros de la gente que acudía a ver la proyección de
la noche habían sido sacados de las páginas donde se leía la palabra Piura y en
las que se describía la humedad y las lluvias de la selva amazónica que Vargas
Llosa dibuja con angustiante precisión. Pueden, y con razón, acusarme de
injusto e impreciso pero es que en las otras salas de cine uno sabía el nombre
de la recepcionista, del portero y sentía que estaba asistiendo a una empresa
viva, con rostro pero en el cine Sucre esta sensación estaba vedada. Tal vez
por eso cuando se aviene el declive del negocio el Sucre fue el primero que
rindió las armas. Emboscado como su homónimo el Gran Mariscal de Ayacucho
Antonio José de Sucre, pero por un francotirador más pugnas e implacable, las
leyes del mercado. De todas maneras la cuadra y media que me separaban del
lúdico acto de sentir que se apagan las luces para beber imágenes que narraban
historias mínimas y de guerreros, de amor y traición nunca fueron excusa para
que me interesara por el cine Sucre. No más de diez se cuentan las veces que
cumplí el acto de engominarme el cabello, escoger la camisa más bonita del
closet y ensayar la carita inocente para decirle a María de las Mercedes: -
“Mamá, ¿puedo ir al cine con mi tío?”.
El Teatro Canaima, que así brillaba en la marquesina, marcaba unas ocho
cuadras de la Arévalo González #3 desde donde emprendía camino, dos veces
a la semana, para estacionar mis huesos en las mullidas butacas de una sala
gigantesca, la más grande de todas. Allí me arrellenaba para beber de la
medicina sin la que no estaban completos mis días. Del Canaima se puede decir
que era un cine moderno o con pretensiones de serlo. El potente aire
acondicionado central, el piso alfombrado, las luces para guiar al espectador,
las butacas forradas en tejido sintético diseñado para uso exclusivo de teatros
y casinos, el portero vestido de traje, las normas estrictas de uso. Todo
apuntaba a darle brillo a un espectáculo que rendía y rinde culto a las
estrellas. El esfuerzo duro poco y solo pudo alcanzar el techo de la oferta que
daba el cine Principal como moneda de presentación, a saber: una modesta pero
honesta intención de hacer las cosas bien y acercarse lo más posible a los
protocolos de funcionamiento de las salas de cine capitalinas.
Vuelvo al cine Principal para cumplir la mecánica vital que nos invita a
regresar al sitio de donde salimos. Luz y oscuridad, ley de vida, metáfora que
se dilata en la memoria de los hombres y que sirve como artilugio para cumplir
la costumbre de rayar en las paredes la historia individual y colectiva que nos
da cuerpo social, alma para ser y ética para vivir.
El Principal fue el último en apagar las luces, en abandonar el barco, todo
en arreglo a su condición de capitán del entretenimiento upatense. Lo hizo como
se moría la gente de antes, de repente. Un día cualquiera que ha podido ser la
noche que junto al poeta Roger Vilain y la escritora María de Jesús Silva
Inserri fuimos a ver la película "Danza con lobos" dirigida y
protagonizada por Kevin Costner. La gente ni se enteró, poco a poco se fue
acostumbrando a ver el cine cerrado hasta que lo olvidó. Ocurre que el pueblo ya
tenía televisión por cable, se estrenaba la autopista que conduce a Puerto
Ordaz y en media hora podíamos disfrutar de algo con tufo a ciudad, esa atmósfera
que le es tan cara a los que nos reconocemos en las costumbres y limitaciones
de un pueblo. Súmese a lo anterior la tragedia que significó la aparición del
gusano de la inseguridad que, también, sin advertirlo se había incubado en el
corazón de los upatenses con el consecuente vaciamiento de las calles y de ese
puerto, anden, bulevar que siempre fue la Plaza Bolívar. El caso es que con el
cierre del cine Principal ya Upata no pudo volver a ser la que fue antes, los
rostros de la gente comenzaron a desdibujarse, a ser parte de una multitud que
caminaba y camina por las calles enviando mensajes de texto y que uno ve por
primera vez. Ya nadie se interesaría por ir a pasear a la Plaza Bolívar a
encontrarse con los amigos, a patinar, jugar ajedrez. Las casas de estilo
colonial fueron mordiendo el polvo de una en una y el tarantín de los buhoneros
comenzó a regular el paso y ritmo de los transeúntes. Tres avenidas abrieron
rutas a zonas donde la ciudad crecía sin orden ni concierto, apareció el
semáforo, se dejaron de imprimir periódicos y las emisoras de radio se
empezaron a escuchar en frecuencia modulada. Sin darnos cuenta, todo había
cambiado. Ni para bien ni para mal, la ciudad era otra. Nada escapa a esta
ecuación, todo se transforma y es inútil quejarse.
Las salas de cine ya no están, quedan las películas y el prodigio de poder
ver en formato digital lo que antes llegaba en pesadas latas de hierro y en
delicados rollos de celuloide medidos en los 35 milímetros que más agradece la
humanidad y a los que le debe miles de kilómetros de alegría. Sí, era el cine.
No tuvimos la desgracia de escoger entre la sardina y una función porque
siempre había sardinas. Había sardinas porque la Venezuela de esa época era una
de las economías más sólidas del mundo. Lo que pereció fue la posibilidad de
preguntarse: ¿qué van a pasar hoy en el Principal?
Para los que tuvimos la suerte de vivir esa Upata nos queda el consuelo de
saber que ningún tiempo pasado fue mejor. Estoy hablando, y se entiende, desde
el escepticismo pero también desde la alegría y la nostalgia de haber crecido
teniendo al cine como maestro y guía de mi formación y propensión a todas la
manifestaciones del arte.
@pedrojsuárez