Rebaño de palabras
Por Pedro Suárez
Abrí un archivo y lo utilizo como potrero, allí encierro palabras. Las cuido y alimento como se cuida y se alimenta a las vacas. En otras palabras, las crio para engorde. A ver, no se trata de un rebaño parecido a los que vienen en un diccionario, aunque a primera vista pudiera ser tomado por tal. En ese espacio, el potrero, quiero decir, no hay un orden definido, ni de género ni de número. Conviven las esdrújulas con los sustantivos, los verbos con los adverbios. Eso sí, tengo el cuidado de no dejar entrar sílabas sueltas, ni pronombres, ni preposiciones; y no lo hago porque tenga algo contra ellas si no porque no me sirven de nada. La única manera que las deje entrar es que vengan acompañadas.
Para que una palabra me sea de utilidad tiene que ser nueva para mí, que me la encuentre en un libro o que alguien la haga llegar por primera vez a mis oídos. Cuando digo nueva no me refiero a la edad del vocablo. En el potrero tengo fósiles que corretean y hacen payasadas como jirafas para que las tome en cuenta. Antes de continuar debo advertir que esas palabras, todas sin excepción, no pasan mucho tiempo en el potrero. Una vez que las estudio, que sé de dónde vienen y para qué sirven las dejo ir. Bueno, en verdad las borro porque el archivo lo tengo en mi computadora. Me gusta la idea de saber que en el potrero pastan libres (voy a darle esa cualidad a las palabras, ya que utilizo la metáfora del rebaño), aforismos de Lichtenberg con otros de Cioran y Groucho Marx; que más de un economista tiene en la dehesa una frase al tercio, y que versos de poetas conocidos o no saltan de aquí y de allá. Tengo un oxímoron del tamaño de una ceiba aunque él prefiere que diga que es del tamaño de un ombú; hay más de diez palíndromos, algunos haikú, pocos sonetos, y una que otra escatología.
Antes de optar por el método del potrero marcaba las palabras en los libros; le colocaba un punto al lado, si me las tropezaba en un diccionario, debajo les extendía una línea azul, roja, negra, según el caso. Pero el procedimiento me parecía extenuante y me desanimé leyendo La Biblioteca de Babel, un cuento de Jorge Luis Borges donde deja claro que nada es más infinito que una biblioteca. Me propuse algo modesto, menos arduo visto la innecesaria y vasta tarea Borgeana. Abrí un pequeño potrero, allí las palabras pastan libres y se van.
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