domingo, 15 de noviembre de 2020

Papeles de Predios

Santiago Mastrolia cita en las Pandenotas, que se pueden leer en este blog, una de las paradojas que propone Tzvetan Todorov para “salvarnos’’ de la oscuridad que acompaña el olvido; dice el filósofo francés que “La única manera de recordar es olvidando”. Con Los papeles de Predios vamos a tomar la otra acera, queremos recordar para no olvidar. Nos interesa marcar la muesca en la pared para que eso que fue Predios sea más que una anécdota. A partir de esta primera entrega del poeta Carlos Villaverde sobre los orígenes de Predios, iremos sumando testimonios, pequeños ensayos, aproximaciones a una experiencia que recorrió un camino dentro de la literatura venezolana y que no ha sido totalmente reconocida. El resultado quizá no revierta esto último, pero quedará la cifra de una performance donde el que le interese pueda formarse un juicio sobre lo que fue Predios.






Sobre Predios: apuntes preliminares de alguna microhistoria




Por Carlos Villaverde

(Quien fue editor fundador de Predios)






En el influjo de Predios como suceso o instancia; o trayecto de quehacer o posibilidad, incluso como riesgo de la memoria, aunque hoy segura creencia, hemos transitado, quienes estuvimos desde el principio alrededor de la idea, buena parte de nuestra aproximación a la literatura. Mucho de ignorancia y parbulancia, claro está, ha quedado en el camino y aún queda uno que otro polvo por los senderos bifurcados. En la fraguada de Predios muchas conversas quedan sin registrar, amén de historias y discusiones que versaban sobre lo humano surcándose. Éramos aún muy jóvenes para saber que todo pasa, como decía el poeta Machado, y mucha pamplinada se coló en la minúscula gesta de eso que preguntan ahora como Predios. 


      Recuerdo aún con nitidez que uno de los lugares predilectos para pasar el rato era en el porche de una vivienda que queda ubicada en la calle Arévalo González, número 3. Es la casa de vivienda del poeta Pedro Suárez y su madre, la Sra. Mercedes Suárez. Matrona nunca bien ponderada por soportar toda aquella tramoya de bulliciosos lambones en su morada. Este primer dato GPS de Predios, en realidad reune dos: la localización del sitio donde se acudía y se gestaría la creencia de Predios; y repara en el carácter de Mercedes Suárez que perfilaba, sin saberlo nosotros, parlanchines amarillentos, buena parte de la fortaleza que habrían de necesitar los “sueños”. El control mínimo necesario de las tertulias, tanto que el día que no estaba ella todo era un desastre. Imponía respeto.


      Dicho esto, que nunca lo he leído sobre ninguna génesis de Predios, debo decir que “el proyecto” fue, en buena medida, una consecuencia de las típicas discusiones entre escritores y artistas. De las aspiraciones por cambiar la realidad de las cosas que suelen aflorar en jóvenes. Nada deslumbrante nos “inspiró”. Ningún poema de Rojas Guardia ni de ningún poeta de los de Tráfico y Cadenas aún no aparecía. Todavía tiempos del Chino Valera y Caupolicán, que pronto fueron desvaneciéndose pues era más necesario un cine-club y los políticos, eso sí, mentían mucho. Tampoco había mucho cielo para asaltar. Upata eran cuatro calles y dieciocho callejuelas, aún con silletas de cuero que se recostaban en los frontis de las casas como indicador de seguridad personal y ya había cerrado el último cine (la última película del Cine Principal, fue una porno con Lim Yang y Gena Barber, que no proyectaron completa. Nancy, la cajera del cine fue mi amiga y me fue revelado). En compensación, no muy simétrica, quien sabe, la Upata de la penúltima década del veinte tenía una Cueva del Oso. Europa de Carlos Santana se dejaba escuchar no en Radio Guayana (la voz de Upata se anunciaba) sino desde el casette del primo Pacheco.






Discusiones que iban desde las pestilencias del mercado municipal de víveres hasta las preocupaciones políticas que todavía entusiasmaban pues aún no éramos capaces de diferenciar lo cierto de lo verdadero; de las situaciones que se suscitaban en un bar frecuentado por nostálgicos de la diáspora española hasta la muerte que ya acudía presurosa en caídos accidentalmente, alguno hermano; de alguna telenovela brasileña que se recomendaba verla como “obra de arte” versus el bodrio que era aquella conseja de pastores y bufones por la entonces sacrosanta pantallita de tv; de corazones rotos o citas furtivas o extraviadas que hacían honor a la verdad insoslayable que es la mujer upatense, pese a que ya no había cine en el pueblo. Otras discusiones se adentraban en clasificar aquellos poetas apasionados versus poetas más íntimos y testimoniales de la mínima proeza de la vida. Se leía poesía en aquel tono pasmado que nos enseñaba Neruda y que la militancia hacía más melancólico y medio pajuo. 


      Roger Vilaín, acaso el contertulio más cordial y amigable que he conocido, pero poseedor de la más elegante y lúcida ironía de aquellos parajes, fue quien al porche trajo la última discusión en la que participé: se quejó de lo difícil de deambular por la calle Miranda, cuadras cuatro, cinco y seis, sentido norte-sur. Tenía razón el poeta, en esa rúa nadie se daba cuenta de cuando florecían los apamates en aquella plaza gigantesca. Ni el pueblo entero se daba cuenta. No era necesario, pues todo llegaría. El plomo y la droga sorprendente, inclusive. Nos tocó, querido Roger, insistir un poco en apenas prorrogar el desahucio. Era la villa idílica que se nos escapaba para siempre. La misma villa que vieron aquellos ojos de tu padre, arraigándose gozoso hasta que su voz se hizo cada vez más débil, ya no era más. Visto así Predios fue, además de creencia para un divertimento y esfuerzo de unos empecinados del corazón aún jóvenes, para promover la literatura, un ejercicio de resistencia ante un contexto que era cada vez más hostil a lo que pretendíamos hacer desde la literatura y que se haría oprobio, como en todo el país. Acaso no precisamos lo que vendría después, pero brujos no éramos. Pero sí, la poesía ayudó a que rechazáramos todo tinglado de lo que vendría después. Y nos sigue dando fuerzas. Hoy no tengo dudas.


     Allí en aquel porche pude admitir también, sin menoscabo, pues solo admití, que la poesía era más silencio y confusión que otra cosa y que el adjetivo era, ciertamente, un artefacto peligroso. Siempre he sospechado, sin afirmarlo, pues solo sospechar me está dado, que el enorme poeta Vicente Huidobro ha debido ser de un carácter insoportable. ¿Alguna duda? Cómo se le ocurre decir eso al bardo del cono sur, chileno y no argentino, al autor de ese excepcional y luminoso Altazor, y enterarnos nosotros, íngrimos aspirantes a poetas municipales, de premio y ofrenda en la Plaza Bolívar, de palabra de orden y liquiliqui. Coño Huidobro, coño, déjame decir que la colina de esta villa del Yocoima tiene un verde esplendoroso y la palabra no es esdrújula. Cabrujas ya generaba en nosotros aquellas pequeñas decepciones y yo, por lo menos, más nunca escribí un adjetivo que anidara en lo superlativo. 


      Discusiones, en fin, de notables intoxicaciones y purgantes, que se hacían interminables. Participaban estudiantes universitarios que regresaban a la villa de vacaciones de sus universidades, especialmente en el mes de agosto, a comer cachapa con queso upatense. Total: no había cultura en Upata, no había libros, no había teatro, ni cine Principal, ni cine club había. Y vacación tras vacación en Upata no había nada de esas cosas. No era como en Mérida ni en Caracas. Lo de siempre. Que cagada. Y sin adjetivos Huidobro. Con pena más bien, con María Cova.


      De la sumatoria de toda esa efervescencia y una que otra irreverencia que no me acuerdo, surgida seguramente de aquel tropel, preferí interesarme en la literatura, pero poco a poco. Aquellos muñecos y las gigantescas telas negras que veía en la calle Ayacucho eran notables pero me deprimían. En el cine-club me quedaba dormido, pero siempre me excusaba, pedía disculpas. Se estaba formando sí, ahora lo visualizo mejor y equivocadamente, a grandes tragos y casi sin moverse, aquel soberbio poeta y cinéfilo que terminó siendo Pedro Suárez y que, además, ya aruñaba la página en blanco con la fortaleza de un tigre. Sus remiendos eran cartas visibles que surcaban como punzadas nuestro asombro.  Había allí en aquel porche un poeta que ya edificaba sus manías diferenciándose; una: cuando se revolvía en la silla y nos miraba en silencio, era suficiente para conjugar el verbo vámonos. Era su ya acendrada manía de no prorrogar la siesta. Siempre pensé que aquél ritual era un sosiego demoledor, en vez de plácido, y por eso escribía ya con la turgencia necesaria a todo poema. Dice que no ahora, pero tengo mis dudas.


      Una vez se me ocurrió decir que Buñuel era medio pendejo y fui execrado, aunque con disimulo, del porche. Terminaba comiéndome un sanguche en casa de Sabatino, en aquella esquina de olores inolvidables. Percutía ya en mí, no obstante y como buen presagio, la provocación. Luego me abandonaría impunemente. Vendrían los dislates de la heteronimia y la afición por escribir las tapas (y uno que otro prólogo) en los libros de los amigos. No sé cuántas tapas he escrito en mi vida bajo una docena de nombres, eso sí. Además estudiaba medicina o ya era médico y me gustaba acompañar el dolor, que suele no dejar dormir a los pacientes. Cómo negar la acción de los analgésicos. Solo los tontos. Encima daba pininos de profesor, aficionado a la historia y la filosofía de aquella mirada que pondría a rodar Hipócrates en el siglo de Pericles o acaso antes. Los atenienses siempre mintieron brillantemente y además fueron –y son- geniales hipócritas.  Lo supieron tarde los espartanos. En fin, nada donde aportar y hacer efectivo el discurso y la praxis. Pero unas cuatro veces al año regresaba a Upata.

     





  Lo que sí consideraba una hazaña era intentar superar el déficit de publicaciones en aquel Sur tan “ateniense” y tan “del Sur”, pero mucho más Campanario. Cero publicaciones, era como muy fuerte. Muy lapidario para la memoria de María Cova Fernández, insistía. Fue así que tres personas (al final sólo tres tras aquel tumulto) asumieron el compromisos de dejar de hablar tantas pendejadas en plan víctimas y crear un Fondo Editorial, registrado en el juzgado subalterno un 23 de septiembre de 1992, al que nombramos Predios y ya en diciembre de ese año había resultados (la primera revista Predios se edita en diciembre de ese año). Promover la literatura “desde la Atenas del Sur” y, en consecuencia, dejar impresos libros y revistas que lo testimoniaran era como de verdad. Conservo el documento base del proyecto Predios, redactado en la Olivetti ya fundida: un legajo de ocho páginas que me correspondió redactar, sobre los resúmenes de aspiración de los tres participantes iniciales.


      Prosigue luego el esfuerzo de editar y trabajar la literatura desde Upata y Valencia, por una década, con aquella ingenua pretensión de beberse al mundo y de alcanzar un verso. Borges ya decía que un solo verso, bien trabajado, y sobretodo leído, bastaba. La genial zanganería del gato ciego argentino al que podían leerle versos suyos memorables que había escrito cada tres minutos, y más bien se cansaba de dichos relámpagos quien le leía. Como era posible que Borges nos lanzara aquel Everest. Publicar en Upata, para Venezuela y el mundo era, entonces, una pretensión nada borgiana, visto lo visto, o, en todo caso más quijotesca que la postulación de la realidad de un monje irlandés; un afán desmesurado que hoy se mira con asombro por los que quieran ver sin prejuicio: más de cien libros publicados, dieciséis revistas y una docena de fascículos de Cuadernos de la Memoria. No insistiré más en esta estadística, pero puedo jurar que es cierto y guardo, sin hacerle caso a Eduardo Mendoza Garriga -y con mínimo descuido- la colección completa.


      Los libros del Fondo y la revista, adolecieron de subsidios o apoyos presupuestarios gubernamentales y se mantuvo con la venta de publicidad comercial e institucional en sus páginas. No diré de las dificultades de vender literatura en Venezuela, acaso aún más grato es disfrutar la proeza de vender una página para seguir existiendo. Algo que no conoce la burocracia cultural. Ha de ser por ello que el recelo superó siempre a la impotencia de hacerlo, de quienes vegetan en los despachos culturales. También es verdad, que aquello de no pedir ni recibir subsidio era como el último reducto de nuestra desfachatez, nuestro divertimento: poder hacer una revista y editar libros sin tener que verle la cara a los gerentes culturales y menos al ministro o al vice; o publicarnos nosotros pues en las revistas existentes habían poetas reconocidos, amén de poderosos y celosos, que no publicaban ni a Dios, resguardándose “sus páginas” para la rosca y uno que otro corifeo con pretensiones de siervos.


      Alguna cosa queda y eso quizá pueda demostrarse como saldo para la historia de la literatura venezolana. Con Predios pasó que tres tercos tontos, que no tres tristes tigres (Pedro Suárez, Adán Astudillo y Carlos Villaverde), sin pergaminos ni muchos años de guerra, sin hazañas ni épicas de ningún tipo, sin talleres de literatura ni de edición; tampoco con mentores ni asesorías, ni arena ni mirra, ni nada que se le parezca hicimos un silogismo en la sombra abrumadora que prevalecía. Hicimos del aprendizaje a los coñazos el camino y así nos fue. Que después, cuando pudimos mostrar algo más que aquel rosario de quejicas precedentes, cuando tuvimos las primeras páginas impresas y presentables, provino la certeza de convocar a los amigos entrañables que hicieron luego de Predios una idea compartible donde se podía publicar. Así se completaba el propósito. Sólo eso y quizá no sea poco pues dentro de algunos años eso tampoco será nada.



Foto 1: Carlos Villaverde, Pedro Suárez, Adán Astudillo (de izquierda a derecha)
Foto 2: Pancarta donde se convoca al I Encuentro de Poesía Predios en Upata
Foto 3: Carlos Villaverde, cofundador del Fondo Editorial Predios


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