viernes, 4 de noviembre de 2016


Un muerto y tres palabras

Vi que se derribaba desde lo alto de sus zapatillas, y antes de que caer al suelo, la palabra tronchante soltó las risas.
Los otros, y por respeto al difunto, guardaron la carcajada entre los dientes.

viernes, 29 de julio de 2016

Nado sincronizado

Intento nadar en este café vespertino
mientras adivino el sendero 
por donde enfocaran tus pasos hacia mí.
Me atrae más que leer el fondo de la taza
cuando ya sólo sea una mancha que se arrastra
por su vientre como un bebe canguro.
Cuestión de aroma
nado sincronizado en el que levanto un brazo
asomo una pestaña, ínfima
después el ojo verde, solo en su pozo blanco de gelatina 
y la nariz y la boca armada de porcelanas ajadas por el sarro.
Antes, dejaba correr mis uñas por el pizarrón 
mientras cantaba, más bien susurraba, una canción de Queen
Supongo que soy un poco tímido / "I guess im a little bit shy”
Grace Kelly, ay, Freddy gimiendo o riendo
"I could be brown / I could be blue / I Could be violet sky”
Otras me entretenía con algunas naranjas
o detrás de una carcajada al ver rodar mis libros en el asfalto
con la hojilla en el cielo morado de tardes 
que no alcanzaban para tanto abril y niño juntos.
Pero ya ese tiempo se fue
ahora es un café o un martini seco
y tu ruido contra el piso de este hotel.
A veces puedo cantar, no lo creo
y canto o susurro, no lo sé

Es un baile, un nado, un baño
un trozo de arena que se dilata
¿para  qué adivinarlo?

                                                    Upata, 27 de diciembre de 2012

lunes, 27 de junio de 2016

Todo a cien
Habla que nada queda

A ese lo conozco yo más que a la palma de mi mano, así que no me vengas con chistes. La expresión es utilizada como escudo y sirve para advertir que no nos vean la cara de pendejos. El novelista catalán José Antonio Garriga Vela, es más elegante. En igual trance, aunque no para excusar falencias de orden cognitivas, y sí para ser amable y no caer en provocaciones dice que: ”Todas las personas que conocemos nos inventan”.

Somos, si nos atenemos a lo afirmado por Garriga Vela, mas que la verdad que construye la esencia de ser uno mismo, una aproximación, una sospecha o la osadía de alguien que no se guarda de cometer imprudencias. 

Pareciera que esta enfermedad le es común al genero humano, no me atrevo a decir lo contrario. De lo que sí estoy cierto es que como signo característico atraviesa de lado a lado el ADN de los venezolanos. No hay tribuna en estos andurriales donde el que toma la palabra deje de hacerlo en tono docto e irrefutable. Lo que se proclama guarda un arsenal de referentes y referencias inobjetables. En ese saco entra una digresión seudo académica o un mal chiste.


Así, eso que llaman diálogo, que en estos días alguien diferenció del mero hablar, queda como demasiado lejos. Fastidia abrirse paso en medio de un bosque de dogmas e ideas preconcebidas. En ese festival de frivolidades suicidas todo es accesorio, y cada santo debe una vela. Sin embargo, el diálogo y el reconocimiento del otro es el único camino que puede alejar el eco de las cavernas que todavía nos persigue como perro rabioso. Que algunos lo estimen accesorio, y que cuando lo perciben como útil es porque reclama sus intereses particulares, es una trampa de la que se sale con los tobillos ensangrentados. Queda el diálogo en minúscula o en mayúscula, no importa. 

miércoles, 15 de junio de 2016

In-ventarios


No todos pueden morir a los 27
esta rodilla de cincuenta
fracturada en uno de sus cóndilos
me lo recuerda.
Todo lo he vivido desde una ergástula
la puerta que da a la calle de mis días 
impide borrar la colina que se dibuja al Oeste
Esa a la que de niño subía para mirar el pueblo
para hacerle horizonte a mis pies
para preguntar qué había al otro lado de la montaña 
para provocar la sed de algo que no término de comprender.
Debo decirlo
no sé si veré la tumba de Jim Morrinson.
Y no es cuestión de remar
un vaso de agua puede ahogar a una ballena
un ascensor lanzarte al piso 11
de un edificio de tres plantas.
Puedes rezarle al becerro de oro
en quien no debes confiar es en el destino
capaz y te atraganta un diamante
cosa rara.
Debo decirlo
le perdí el miedo a los bárbaros 

y ya no me intimida la brisa cuando se detiene.

viernes, 3 de junio de 2016

Todo a cien

Llegan cartas

El que redactes una carta antes de emprender un viaje, es predecible, normal se diría. Una, a dos manos, escribió Julio Cortázar con su esposa Carol Dunlop e iba dirigida al Señor Director de la Sociedad de las Autopistas de Francia, para notificarle y pedirle el apoyo en la realización de una “expedición un tanto alocada y bastante surrealista, que consistiría en recorrer la autopista entre París y Marsella a bordo de un Volkswagen Combi”.

La insólita correspondencia no obtuvo respuesta, y ante tamaño silencio administrativo los esposos Cortázar Dunlop asumieron que tenían luz verde para transitar sin molestias y a su gusto el país entero. El viaje que emprendían no era cualquier viaje, en el camino llevarían un diario con propósito de libro, que se publicó con el nombre de Los autonautas de la cosmopista, o viaje atemporal París/Marsella

En los prolegómenos del libro transcriben la carta descrita arriba, y visto el resultado de la que habían remitido al funcionario francés, citan, a modo de paradoja, la cortesía que tuvo el Gran Khan de China en respuesta a una misiva que le había escrito Marco Polo con igual propósito: solicitar apoyo para hacer la ruta de la seda. Tal fue la diligente y amable respuesta que Marco Polo la reseña así en su Libro de las maravillas, en una tableta de oro, el Gran Khan ordenaba: “que en todas las plazas fuertes a las que pudieran allegarse, los gobernadores sujetos a su ley deberían darle, so pena de desgracia, el alojamiento que les fuese necesario, las naves y los caballos y los hombres para escoltarlos de un país a otro, y todas aquellas otras cosas que pudieran desear para su viaje, tal como si fuera para Él mismo”. 

Es de ver que aquellos tiempos, familia de los que retrata Kavafis en su poema Esperando a los bárbaros, podían ser más amables que este donde abundan los héroes prescindibles y los idiotas voluntarios. 

Cartas las hay de todo tipo, unas requieren o declaran amor, otras demandan el pago de deudas; aquéllas como las que escribe el poeta Miguel Hernández a su esposa Josefina Menresa, rompen el corazón. El triste Miguel inicia de esta manera: “Esta semana, como las anteriores, llega martes y no ha llegado tu carta. También empiezo a escribir ésta para que me dé tiempo de echarla después, cuando el correo me traiga la tuya, creo que no falte hoy.”, lo que sigue es ese martillazo en el alma que es el poema Nanas de la cebolla. Hay cartas que tienen como destinatario el primero que las lea, esas se lanzan en botellas al mar. 

Gabriel García Marquez hizo recorrer, por quince años continuos, el camino que llevaba hasta el desembarcadero a un desangelado coronel que esperaba la llegada del correo para ver si con él le venía la carta donde se le daba noticias de su pensión. La desesperación del coronel por el desengaño burocrático al que ha sido sometido lo lleva a vomitar su última bocanada de esperanza, y ese es el corazón de la novela El coronel no tiene quien le escriba. Visto que la carta es una ficción, apuesta todo lo que le queda en los huesos: la esperanza, que coloca en las espuelas de un gallo. Y si perdemos, qué vamos a comer, es la pregunta de su esposa. La respuesta cierra el libro: Mierda.

Hay cartas que solo quedan en eso, en mierda.
@pedrojsuarez



lunes, 30 de mayo de 2016

Todo a cien

De gallinejas y mesenterios

Si usted es de los que nunca ha tenido noticias de la palabra mesenterio seguramente le sucederá lo que a mí, la primera vez que me topé con ella. Al rompe pensé que era familia del vocablo cementerio, pero no. Me traicionó el oído, a veces pasa. Mesenterio, ¿qué es esto?, y antes de responder algo para lo que no tenía respuestas, me fui al DRAE que me aclaró que todo se reduce, en términos anatómicos, al repliegue del peritoneo. 

Me fui a más y consigo que el mesenterio es esa parte que envuelve y mantiene en su sitio a los intestinos, también conocido como entresijo. El caso es que el mesenterio de los corderos y el de algunas aves, finalizada la guerra civil española, pasó a ocupar un lugar destacado en la dieta diaria de los madrileños. Una pieza que se tiraba a la basura se incorporó a la mesa de los españoles por una orden que no aceptaba objeción, el hambre. Pasado el tiempo, y curada las llagas de la guerra, si es que llaga de guerra se cura, el mesenterio se convirtió en plato tradicional y extendió sus raíces bajo el simpático nombre de gallineja. Lo dejo hasta aquí, me refiero a la gallineja como tal, porque estas líneas van de otro asunto.

Se trata de la capacidad que tiene el ser humano de soportar los rigores materiales y existenciales en un momento determinado de nuestras vidas. La sicología moderna habla de resiliencia, pero también ese es otro tema. Intento abordar el tema de ese monstruo de mil cabezas que es la inflación. Es evidente que no tengo ni un céntimo de economista, y que si acaso llego a comprender algo de esa enfermedad es que en enero compré un kilo de azúcar en 30 bolívares y hoy se la compré a un bachaquero en 1.800. 

De ese salto en garrocha del precio del azúcar obtengo un correlato que mana en cada una de las conversaciones con las que me tropiezo en la calle. El venezolano pasó del desconcierto que le produjo en un principio la desaparición de los productos básicos de los anaqueles, a un estado de estupefacción por la espiral de precios de los bienes y servicios que utiliza en su día a día. La sensación es como la que se siente cuando vas en una montaña rusa o la que se genera cuando te asomas y miras hacia abajo desde la cúspide de un rascacielos, hablo del vértigo. 

Es terrible pensar que el venezolano tenga que acudir al mesenterio y las gallinejas para atajar esto que ya va adquiriendo rostro de hambre; lamentable porque estas ya adquirieron categoría de manjar. Peor aún, reparar que una carretilla de billetes no sirve de nada.
@pedrojsuarez



domingo, 15 de mayo de 2016

Todo a cien 
La enfermedad del chiste

Domenico, que pudiera llamarse Horacio, Vicente, o Carmelo es un adolescente de más de sesenta años, y tiene por defecto, o virtud que todo lo convierte en chiste. El día de la muerte de su padre le advirtió al personal de la funeraria que en lo posible evitara colocarle al cuerpo del difunto cualquier tipo de hielo o producto irritante porque “su viejito sufría de asma”. Un día cualquiera lo detuvo un vigilante de transito porque había cruzado la avenida con la luz del semáforo en rojo. Consciente de la falta y el monto de la infracción, optó por la vía de la viveza criolla y el humor siciliano: le preguntó al funcionario el motivo de la detención y al responderle que se había “comido” la luz roja, le extendió un fajo de billetes mientras le informaba que entonces él tendría que comerse un pollo asado.

Carmelo, que podría llamarse Vicente, Horacio, o Domenico, declara con solemnidad que tiene por vecinos a tres obispos, a dos generales corruptos, un coronel patriota, una enfermera de terapia intensiva, una ex monja de clausura, un pastor evangélico, un ex alcalde, y un ex convicto devenido en vendedor de carros usados. Nada de esto es verdad, pero a él no le importa. Todas las tardes aprovecha la circunstancia del café que nos reúne par contar una anécdota de sus vecinos. Las historias abarcan el ámbito de lo trágico y lo hilarante a la vez. Nada lo detiene, su capacidad para inventar historias no tiene limites y nadie escapa a la corrosión de su lengua. Es implacable hasta con él mismo, se coloca en las peores situaciones. Se burla de sí mismo que es, al fin y al cabo, la quinta esencia del humor.

Sin llegar al estadio de lo que la ciencia da en llamar el síndrome de Witzelsucht, el trastorno de Carmelo es más un adorno que sirve de muro de contención a estas ganas de llorar en la que se ha convertido Venezuela. Casi como la canción que popularizó la inolvidable Celia Cruz, para Carmelo La vida es un carnaval. Si puedes reír, para qué coño llorar, es su lógica y lo declara. Si comentan que la luz se fue en el edificio por ocho horas, Carmelo despacha que en su casa funciona perfectamente una planta de generación eléctrica de 40 KVA, con la que le manda alguito de energía a la monjita para hacer arrechar a los obispos. Todo esto lo detalla Carmelo revestido de la mayor seriedad. 

La técnica de Carmelo, que podría llamarse Horacio o Domenico, molesta a los que se toman el asunto demasiado en serio. Aquellos que de alguna forma caen en la trampa Orwelliana que promocionan el amor como coartada para implantar el odio, y hablan de paz cuando su tarea es fomentar la guerra. 

Puede ser una enfermedad, la del chiste; pero es de esas dolencias de la que bien vale la pena estar enfermo. No hay pan, qué importa, a Carmelo le terminan de despachar una tonelada de harina y él se entretiene haciendo tortas.
 @pedrojsuarez



martes, 19 de abril de 2016

El precio de un perfume

Orson Welles es de esos personajes fascinantes al que uno siempre regresa, a veces por azar: te detiene una escena de sus muchas películas; otra, por una frase o alguna de sus abundantes boutades, sus miles de anécdotas. Es así que me lo encuentro en un documental que reproducía un canal de tv a la hora de la cena, justo  mientras yo iba a mitad de una tortilla de atún con la que intentaba aplacar los llamados del epigastrio. Confesaba Welles, y creo que al hacerlo se le quiebra un poco la voz, que invirtió el 98% de su tiempo en tratar de conseguir dinero (supongo que para atender los gustos que le daban sentido a su vida y que le permitían hacer las cosas que realmente le atraían), el otro 2% los utilizó en hacer las cosas que le encendían el alma y hacían que su genio creativo e innovador prendiera en todo aquello que tocaba; Citizen Kane, considerada la mejor película jamás filmada, o la emisión radial, por ejemplo, de La guerra de los mundos, basada en la novela The war of the worlds del inglés George Well que generó un pánico colectivo al momento de su transmisión porque, según el guión de Welles, un meteorito se había estrellado en una  granja de New Jersey y producto de esa coalición los marcianos se apoderaban de la ciudad y sus calles. Para espantar aún más, reporta que en el resto de los Estados Unidos ocurría otro tanto. 
De estas cosas hablaba con mi amigo Roger Vilain, un escritor que cuando escribe parece que lo hace con las uñas sobre un pizarrón de escuela. El tema era la órbita de interés de cada quien, y las fronteras éticas que nos rodean al momento de escoger una ruta de vida. Pero no se crea que la atmósfera que rodeaba la conversación era el de incienso de catedral, muy por el contrario, lo hacíamos mientras un ron añejo se cocinaba en el vidrio de un vaso corto al que cada cierto tiempo acudíamos para aclarar la garganta. Vilain, ante mi comentario sobre el drama para un genio en ese trajín, me respondió que Orson Welles era como el 98% de la gente. Me dijo más, tú no sabes lo que es capaz de hacer cualquier hijo de vecino para comprar un perfume. Te asombrarías al saber lo que puede arriesgar un avaro para conservar un activo. Eso explica aquello de los paraísos fiscales. Así, sin economistas.  

@pedrojsuarez

viernes, 4 de marzo de 2016

Todo a cien

Si necesita reggaeton, dale

En una de esas fiestas ensordecedoras en la que para entablar un diálogo sólo es posible el lenguaje de señas, pero donde sobra caña y comida, un amigo, a riesgo de reventarme los tímpanos, me aulló que sólo tenía oído para la música de Pink Floyd, Jimi Hendrix, Led Zepellin, Deep Purple, y los otros más duros de los duros del rock pesado; me confesó que admiraba aquella gente que en cuestiones de música eran como los cochinos, que le entraban a todo, desde Lila Morillo, pasando por Juan Gabriel,  Enrique Iglesias hasta llegar a Nicky Jam, Maluma, Chino y Nacho, más el largo etcétera que esconde la voz del roguetonero Pitbull.

Mi respuesta fue: yo también soy como los cochinos, escucho de todo. No tengo asco para la música, no soy de esos que le da mareos y se les baja la tensión si escuchan un reggaeton o un vallenato. Acepto con igual placer cuando mi iPod se detiene en el aria Largo al factótum de la opera El barbero de Sevilla, como cuando Simón Díaz se lanza con su Tonada de luna llena, y te deja esa sensación de que estás masticando algo que te pertenece, que es venezolano como la arepa pero a la vez universal; con incomparable alegría disfruto la voz de Caetano Veloso interpretando el Capullito de alelí, de El Jibaro Ramón Hernández Marín, como los blues y baladas de Miles Davies, o las rítmicas puntadas de la guitarra de Eric Clapton. Quiero decir que no me atrae el papel de comisario del “buen gusto”, ni soy de los que como una beata va de mesa en mesa predicando lo vulgar que es ver o escuchar tal cosa. Para mí, un saco y que la gente se meta en él.

Estos comisarios son más viejos que el hambre. Para ellos, estoy cierto, vulgar era, según la premisa que enarbolan, el Marqués de Sade, en sus ya inocuas novelas de temas eróticos; qué decir si hubiesen tenido que soportar al poeta Francisco de Quevedo a quien le debemos las Gracias y desgracias del ojo del culo; no se queda atrás Charles Bukowski, quien les habría hecho tragar el pañuelo blanco del pudor con tan solo presentarles su texto, A la puta que se llevó mis poemas. El tema es que estos comisarios que les produce náusea “la vulgaridad de esa música”, no soportan más de tres acordes de una sinfonía de Beethoven. Para mí es más sencillo decir: Si necesita reggaeton, dale. 

@pedrojsuarez

martes, 16 de febrero de 2016

Apenas hielo


¿Puedes creerlo?
Todavía siento en mis dedos 
el aliento de la ballena.
No es raro 
antes te comenté que confiaba más en las luciérnagas 
que en el arpón para dominar la constelación de tu bajo vientre.
Y que mi naturaleza se acomodaba mejor al vidrio 
porque a su través podía ver tu universo en expansión.
Te será difícil aceptar
soy lo que amarga el te en la taza
donde tratas de leer el camino que tomarán las olas.
Así como odias mi manía de comprar boletos el último día 
y eso de voltear la mirada para ver de cerca como me desdigo.
Te lo dije y no lo vas a creer
puedo caminar por entre las brasas 
tragar fuego sin adornos en la garganta
dejar que mi cuerpo padezca el látigo 
de ese verdugo despiadado que llaman realidad.
Me cuesta asumir que lo hago por miedo.
Tú no lo sabes ni lo vas a creer
el miedo en mí es como un motor de agua
penetra todas las hendiduras que descuido
crea líneas que marcan una veta que me cruza la cara.
Es el paso de un tigre en un follaje de piedras
que huye si lo busco
y me persigue si no lo invoco.
Puedes creerlo
todo comenzó frente a un espejo 
en el que no me he vuelto a mirar.
Tú no estabas, y no importa

el tiempo me dejó treinta líneas para explicarte.

viernes, 12 de febrero de 2016

Sin luz y con sombrero 

 Les habrá pasado que tratan de agregar aceite a la ensalada y una mosca impertinente toma por asalto la escena, va del plato a la taza, de la cesta de pan al borde de la copa, de las papas fritas al bistec; es de esas moscas que avergüenzan, tanto al obsecuente mesero del restaurante que nos atiende o a la esposa del amigo que nos invita a almorzar a su casa alguno de estos domingos cualquiera. 

Algo parecido a la presencia de la mosca que abre estos renglones me pasa con un curioso cuento de Oliver Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. El cuento del neurólogo inglés atrapa desde el mismo título, es extraordinario pensar que alguien pueda confundir a su mujer con un borsalino. El caso es que sí, el protagonista del cuento padece lo que Sacks describe como una agnosia visual, que es  -para los precariamente entendidos, como yo, en la neurología- una perdida de la comprensión de lo real, expresada a través de su relación con el mundo visual, tangible.  Así, el personaje-paciente de Sacks sufre la dolorosa angustia de no poder distinguir entre una vaca y un piano. Pero la enfermedad de este pobre hombre tenía sus túneles de escape, si bien no podía ver la totalidad de algo, era capaz de relacionarse con su entorno a tientas.


Sí, el personaje que confundía a su mujer con un sombrero tenía sus tablas de salvación. Caso contrario sucede con la nomenclatura que gobierna a Venezuela en la actualidad. Ellos confunden fracaso con conspiración, mala gerencia con guerra económica; no han entendido que el modelo político y económico que desde hace 17 años intentan instaurar en nuestro país es inviable, por eso ven iguanas donde deberían ver mala praxis gerencial y asumen que la gente la pasa chevere en una cola de 4 horas para comprar un kilo de leche, si lo consigue. Llaman al racionamiento eléctrico, ley, a los decretos de emergencia, oportunidad para saltar los controles con garrocha y robar a placer. Ellos, la élite que nos gobierna, confunden la política con una consigna. Padecen de una indigestión ideológica que no les permite ver la realidad. Son la demostración más fehaciente de que la ficción supera la realidad. Para desgracia de 30 millones de venezolanos.
@pedrojsuarez

jueves, 21 de enero de 2016


Ley




La gente quiere más pixeles
compra más pistolas
polariza la luz del sol
narra sus historias en 3D
mueren por un like 
desmayan en el resplandor de las vidrieras.
Si a más pulgadas, menos historias
no importa, ya nada es cierto
vivimos en el éxtasis del apocope
en el tinglado de los 140 caracteres
en las sábanas de la haig definition
en el diálogo de los drones.
La realidad vista en su caos es demodé
la aniquila lo instantáneo
la repetición el Photoshop
Pausa para colocar las cosas en blanco y negro
es ingrato morir de un solo disparo, te dan diez
te llama el pran con chica al lado y te extorsiona
te muestra un selfie con sus luceros
que plomo y puñal rompan el hueso.
Aquí, lo que importa es llegar, servirse el té
ver la acción en mute para que nada explique
lo que tus ojos pueden escudriñar cientos de veces.
Y es que el octano es una antigualla
comprar acelera más
reina el éxtasis del crédito
el extra crédito es heroína pura
Pagar o no pagar, comprar o no comprar 

es el to be o no to be de estos tiempos.
La ley no permite el silencio
todos deben pronunciarse
La vitrina sustituye las ideologías.

* Texto tomado del libro en construcción Toque antes de entrar 

 La maldita guerra El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable. Jaime Sabines Mientras las bombas caen, si se ag...