lunes, 27 de junio de 2016

Todo a cien
Habla que nada queda

A ese lo conozco yo más que a la palma de mi mano, así que no me vengas con chistes. La expresión es utilizada como escudo y sirve para advertir que no nos vean la cara de pendejos. El novelista catalán José Antonio Garriga Vela, es más elegante. En igual trance, aunque no para excusar falencias de orden cognitivas, y sí para ser amable y no caer en provocaciones dice que: ”Todas las personas que conocemos nos inventan”.

Somos, si nos atenemos a lo afirmado por Garriga Vela, mas que la verdad que construye la esencia de ser uno mismo, una aproximación, una sospecha o la osadía de alguien que no se guarda de cometer imprudencias. 

Pareciera que esta enfermedad le es común al genero humano, no me atrevo a decir lo contrario. De lo que sí estoy cierto es que como signo característico atraviesa de lado a lado el ADN de los venezolanos. No hay tribuna en estos andurriales donde el que toma la palabra deje de hacerlo en tono docto e irrefutable. Lo que se proclama guarda un arsenal de referentes y referencias inobjetables. En ese saco entra una digresión seudo académica o un mal chiste.


Así, eso que llaman diálogo, que en estos días alguien diferenció del mero hablar, queda como demasiado lejos. Fastidia abrirse paso en medio de un bosque de dogmas e ideas preconcebidas. En ese festival de frivolidades suicidas todo es accesorio, y cada santo debe una vela. Sin embargo, el diálogo y el reconocimiento del otro es el único camino que puede alejar el eco de las cavernas que todavía nos persigue como perro rabioso. Que algunos lo estimen accesorio, y que cuando lo perciben como útil es porque reclama sus intereses particulares, es una trampa de la que se sale con los tobillos ensangrentados. Queda el diálogo en minúscula o en mayúscula, no importa. 

miércoles, 15 de junio de 2016

In-ventarios


No todos pueden morir a los 27
esta rodilla de cincuenta
fracturada en uno de sus cóndilos
me lo recuerda.
Todo lo he vivido desde una ergástula
la puerta que da a la calle de mis días 
impide borrar la colina que se dibuja al Oeste
Esa a la que de niño subía para mirar el pueblo
para hacerle horizonte a mis pies
para preguntar qué había al otro lado de la montaña 
para provocar la sed de algo que no término de comprender.
Debo decirlo
no sé si veré la tumba de Jim Morrinson.
Y no es cuestión de remar
un vaso de agua puede ahogar a una ballena
un ascensor lanzarte al piso 11
de un edificio de tres plantas.
Puedes rezarle al becerro de oro
en quien no debes confiar es en el destino
capaz y te atraganta un diamante
cosa rara.
Debo decirlo
le perdí el miedo a los bárbaros 

y ya no me intimida la brisa cuando se detiene.

viernes, 3 de junio de 2016

Todo a cien

Llegan cartas

El que redactes una carta antes de emprender un viaje, es predecible, normal se diría. Una, a dos manos, escribió Julio Cortázar con su esposa Carol Dunlop e iba dirigida al Señor Director de la Sociedad de las Autopistas de Francia, para notificarle y pedirle el apoyo en la realización de una “expedición un tanto alocada y bastante surrealista, que consistiría en recorrer la autopista entre París y Marsella a bordo de un Volkswagen Combi”.

La insólita correspondencia no obtuvo respuesta, y ante tamaño silencio administrativo los esposos Cortázar Dunlop asumieron que tenían luz verde para transitar sin molestias y a su gusto el país entero. El viaje que emprendían no era cualquier viaje, en el camino llevarían un diario con propósito de libro, que se publicó con el nombre de Los autonautas de la cosmopista, o viaje atemporal París/Marsella

En los prolegómenos del libro transcriben la carta descrita arriba, y visto el resultado de la que habían remitido al funcionario francés, citan, a modo de paradoja, la cortesía que tuvo el Gran Khan de China en respuesta a una misiva que le había escrito Marco Polo con igual propósito: solicitar apoyo para hacer la ruta de la seda. Tal fue la diligente y amable respuesta que Marco Polo la reseña así en su Libro de las maravillas, en una tableta de oro, el Gran Khan ordenaba: “que en todas las plazas fuertes a las que pudieran allegarse, los gobernadores sujetos a su ley deberían darle, so pena de desgracia, el alojamiento que les fuese necesario, las naves y los caballos y los hombres para escoltarlos de un país a otro, y todas aquellas otras cosas que pudieran desear para su viaje, tal como si fuera para Él mismo”. 

Es de ver que aquellos tiempos, familia de los que retrata Kavafis en su poema Esperando a los bárbaros, podían ser más amables que este donde abundan los héroes prescindibles y los idiotas voluntarios. 

Cartas las hay de todo tipo, unas requieren o declaran amor, otras demandan el pago de deudas; aquéllas como las que escribe el poeta Miguel Hernández a su esposa Josefina Menresa, rompen el corazón. El triste Miguel inicia de esta manera: “Esta semana, como las anteriores, llega martes y no ha llegado tu carta. También empiezo a escribir ésta para que me dé tiempo de echarla después, cuando el correo me traiga la tuya, creo que no falte hoy.”, lo que sigue es ese martillazo en el alma que es el poema Nanas de la cebolla. Hay cartas que tienen como destinatario el primero que las lea, esas se lanzan en botellas al mar. 

Gabriel García Marquez hizo recorrer, por quince años continuos, el camino que llevaba hasta el desembarcadero a un desangelado coronel que esperaba la llegada del correo para ver si con él le venía la carta donde se le daba noticias de su pensión. La desesperación del coronel por el desengaño burocrático al que ha sido sometido lo lleva a vomitar su última bocanada de esperanza, y ese es el corazón de la novela El coronel no tiene quien le escriba. Visto que la carta es una ficción, apuesta todo lo que le queda en los huesos: la esperanza, que coloca en las espuelas de un gallo. Y si perdemos, qué vamos a comer, es la pregunta de su esposa. La respuesta cierra el libro: Mierda.

Hay cartas que solo quedan en eso, en mierda.
@pedrojsuarez



 La maldita guerra El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable. Jaime Sabines Mientras las bombas caen, si se ag...