Sobre Predios
Estos nombres
Por Carlos Villaverde
La primera revista Predios se editó en diciembre de 1992. Con fotografías de Edgar H. González en portada y contraportada. En la imagen un candado cerraba una puerta. De fondo verde venían dentro, revueltos y azarosos, los primeros atisbos de la creatura. Se sellaba, en esa primera edición de 30 páginas, lo que vendría a ser un rasgo distintivo de la revista: texto y fotografía. En el caso de los libros la comunión era entre texto y pintura. El tratamiento de las fotografías comportaba una requisa adicional de exigencia en aquellas imprentas valencianas, un tanto destartaladas pero que ofrecían mejores precios para la edición. Había que registrar bien los negativos, pues la calidad de las fotografías no sólo lo merecía, sino que los fotógrafos generosos solían tener malas pulgas si las fotos quedaban movidas. Un error (uno solo) en un texto suele no matarlo, pero un mal revelado mata a la fotografía. Era el siglo XX y evitar eso implicaba vigilancia, cabe decir trasnocho para que todo quedara bien. En aquellas imprentas aprendí mucho el oficio de editar, más allá de la fotocomposición y el confortable diseño. Pienso que el cobre de editar, aún en las postrimerías del siglo que pasó, se batía firme en las imprentas, entre rodillos y negativos.
La última revista Predios fue la número 16. Se editó en julio de 2001 y ya la imprenta tenía aire acondicionado. En una portada de Orlando Baquero y una contraportada de publicidad de la Sala de Arte de SIDOR, venían esta vez, también revueltos, trabajos de Fernando Savater (en ensayo que gentilmente nos consiguiera el difunto profesor Pedro Crespo, con su amigo filósofo, autor de La aventura del pensamiento y ese memorable libro que es Memorias de amor), Rafael Fauquié, Carlos Yusti, Fernando Báez, y cerraba con un texto póstumo de Juan Nuño, (curiosamente) titulado Epílogo. Estos autores hicieron la última edición de contenido temático en torno a los primeros cien años de Jorge Luis Borges. No hubo más revista Predios. Nos fuimos en las sombras de Borges. También (casi) ciegos y exhaustos. Si bien desbordados por múltiples circunstancias detrás habíamos dejado el reguero de 136 publicaciones entre libros, revistas y fascículos. Otra forma de decir la estadística.
En ese número 16 de la revista, ahora premonitorio, se insertó un Indice de Autores y Textos (entre diciembre 1992 y julio 2001) que revela 197 autores publicados en más de 400 trabajos divulgados. El Fondo Editorial Predios, que editaba la revista homónima, siguió un poco más el trayecto. Completaría algo más de una década publicando libros y el fascículo Cuadernos de la Memoria, sí pudo ser recopilado. En el 2003 decidimos echar aquel candado de la portada del primer número y develar otros horizontes. Quedaron algunos papeles pendientes, desde luego, entre ellos la recopilación misma de los trabajos publicados en la revista y la número 17 que nunca vio ninguna luz. Borges, otra vez, en comandita. Sin la revista ya no era igual aquella desmesura que era también creencia. Estábamos convencidos entonces que la historia de la literatura de un país suele ser el testimonio que dejan sus revistas literarias. Y no tenía que ser así, que no hubiera revista 17, pero lo fue. Ni modo.
Un punto aparte y cercano a la calidez, entre quienes encendemos –casi literal- esta vela por Predios, es recordar los esfuerzos que en torno a la revista se suscitaron. Más allá de los elogios y reproches, de las críticas y aciertos, en esa década de vuelo de Predios, existieron personas, amigos entrañables, plenos de generosidad, que estuvieron siempre dispuestos a dar una mano para que la idea de la revista no se fuera a pique, para que siguiera adelante. Estos nombres son citados ahora porque nunca ha sido posible mencionarlos todos juntos y porque nunca es tarde para agradecer. Ha sido escaso lo que se ha escrito sobre Predios y su bitumen. Acaso es temprano, pues amén del intento deliberado de alguna nueva nomenclatura cultural y literaria por olvidar, por enterrar a Predios como iniciativa que existió y dejó cierto legado, no había sosiego para nombrarlos y apuntar la impronta de estas personas.
Algunos ya fallecidos, han sido en algunos momentos de la historia de Predios, fundamentales, hondos y prudentes. Eso ya dice algo en medio de la sostenida aridez de hacer cosas en nuestro mundo cultural. Como Predios fue una editorial a medio camino entre Upata y Valencia, algunos vivieron o viven a la vera del destrozado Cabriales; otros en Guayana, entre la villa del Yocoima y las ciudades ríos; y otros se han marchado hacia otros predios (países): Orlando Zabaleta, José Ochoa, Maruja Granadillo, Yuri Valecillo, Luis Alberto Angulo, Abrahan Salloum Bitar, Diana Gámez, Roger Vilaín, Leonel Calma Romero, Hened Greige Abrahan, Dina Piera Di Donato, Francisco Arévalo, Federico Espina, Juan Guerrero, Américo De Grazia, Mayed Nazzoure, Pedro Téllez, Orlando Baquero, Edgar H. González, Fáver Páez, María Narea, Orlando Chirinos, Julio Rafael Silva, Efraín Inaudi Bolívar, Virgilio González, Carlos Yusti. Entrañables todos y nunca olvidados, pese a todo.
Sobre Predios: cuando editaba poesía
Yo soy de los que piensa que un editor es un poeta, pero más constructor que poeta al decir de Hölderlin; el que además de escribir promueve las vías para que otros también lo hagan. Habría que pensar si no hace también poesía cuando mueve los hilos para divulgarla. O un editor es un poeta destructor, al decir de Pavese, pues destruye el diamante, cuando acaso era menester esconderlo, sabiéndose que en el silencio reside más poesía que en el grito. Lo cierto es que debe haber un alto porcentaje de poetas que también en algún momento de sus vidas fueron o son editores. Casi condición sine qua non por estos espacios cálidos. Cuando editaba la revista o los libros de Predios (el breve tiempo de una década) no pocas veces hube de colocarme el blindaje del escéptico ante un esfuerzo revelador. No hay ninguna garantía de que alguna cosa que editas tenga cierta perdurabilidad, más allá de círculos complacientes. Y la poesía es tan frágil, Dios mío, si no la tocas.
Algunas coordenadas fui perfilando en la labor: cuando editaba buscaba cierta poesía reveladora de lo “ya revelado”. Es decir, insistente, en la conciencia que le otorga un gusto (y regusto) por los resquicios cercanos o proclives al desastre de lo determinante: lo frágil en trance, lo doloroso sumergido, lo inalcanzable de la palabra que acerca ante lo que pasa. Incluso el humor trasmutado en fino cincel de nutritiva ironía. La otra ironía es aún más difícil de escrutar. Muchos de los poemas que recibía para publicar requerían de varios días para leerlos. No todos los días que hubiera querido, para lo aconsejable y prudente, pero la dinámica editorial es implacable con el sustento de Cronos.
No se entiende de buen modo que a veces el primer verso de un texto te deja exhausto y es mejor cerrar el libro, pasar la página, detenerte. Cuando vuelves al poema tienes la sensación de avanzar por un pasillo que te regocija o te abruma; como un pasaje donde (hablo de mi experiencia al leerlos) donde agradecemos al poema atenuar ciertos tormentos que subyacen allí hasta desde nuestra genuina vulnerabilidad humana. Es como agradecer al poeta albañil, poeta del detalle y del cuidado de cada palabra y su dificultad para adentrarnos en una especie de comunión de su dicterio que está leyendo. Y así en varios días puede uno llegar a la sentencia del poema: aquello que Ungaretti señalaba como el colofón de la apuesta al naufragio que es todo poema. Cuando uno piensa que termina de leer el poema es que comienza.
No pocas veces he sentido la sensación de que al “concluir” la lectura de un poema, aquel sigue su propio júbilo, su propia autorreferencia, en la deriva de que el poema se encuentra más allá de todo hacer y de todo opinar. Es confusión y tiempo, y eso como editor es de agradecer. Lo demás, el mercado y los retruécanos del editor son otros espacios, a menudo, complejos, por tratar de categorizar los innumerables momentos en tanto auspiciosos, placenteros, decepcionantes y dolorosos cuando editas. Momentos que existen de veras y no pocas veces dejan de matar o vivir.
Una más detallada travesía sobre las poéticas surcándose, edificándose, de un poeta y sus voces sigilosas, sus aristas y fisuras; sus complejas estructuras de imágenes; su hermetismo ante la verborrea circundante; su reclamo desde lo que no es verdad pero existe, lo puedes encontrar en las antologías de autor, en las plaquettes de poesía reunida o los poemas reunidos que hace el poeta, vista la jungla. Incluso en esas ediciones consigues exégesis aproximativas más de textura y menos de relámpago, que nos aviente más allá de la banalidad siempre subyacentes, en torno a una poética de un poeta que ya haya persistido tras la confusión y que, resignado al asumir el tiempo, aún lo provoque, ingenuo quizá, pero revelador de que construye su poética de la que hablará acaso el viento. Y casi siempre es suficiente con eso.