Ya sé quién me lee en Japón
Por Pedro Suárez
A Gregory Zambrano
Imaginemos un reloj que al amanecer, un poco antes de que Santiago despierte para cumplir su rutina de baño, café, yogur, frutas, pan tostado, mermelada, corbata y medias de rombo; mucho antes de tomar el ascensor en el piso 14 para bajar a sótano, encender el auto y calcular el tiempo que tardará en llegar a la oficina. Sí, imaginemos que en ese instante, el reloj, dotado de vida propia, se interrogue: ¿Para qué estoy sobre este gavetero y en esta habitación? Un reloj, concluyo, que olvida que fue fabricado para medir el tiempo.
El miedo detallado arriba es el que sufre todo escritor ante la página en blanco. Hablo de eso que el poeta mexicano Fabio Morábito define como el “no saber escribir". Luego, armar una frase, darle vida a un párrafo se convierte en el redundante trabajo de Sísifo. Se trata de volver a la primera línea. Antes de ella no existe nada, no hay ruta posible así se haya trazado un mapa y unas coordenadas de marino. En ese momento, solo gobierna el tanteo, las aproximaciones. Pero cuando llega el punto final y en la pantalla se dibuja una constelación de letras, palabras, frases y párrafos, independientemente de su calidad literaria; cuando sale de ese cascarón, digo, para que otros lo lean, el miedo regresa intacto.
Atrás queda el que escribe. Lo escrito toma otros derroteros, emprende su navegación de cabotaje y lastra insospechadas huellas en quien lo lee. Por eso, nunca sabré quién me lee en Japón, pero lo sospecho.
Atrás queda el que escribe. Lo escrito toma otros derroteros, emprende su navegación de cabotaje y lastra insospechadas huellas en quien lo lee. Por eso, nunca sabré quién me lee en Japón, pero lo sospecho.
@pedrojsuarez
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