miércoles, 12 de febrero de 2020

Desde aquí, tan río a la orilla


Un tal Julio

De inicio es necesario recordar sus enormes ojos de lechuza, sus canillas como de zancudo hambriento, el detalle de eterno adolescente que se expresaba en un rostro de castrati abonado por un torrente de pelo como el de las perezas que trepan los exagerados árboles de la selva en Guayana. Tan compañero, este Julio, como el que sube una escalera de espalda, no para agotar su altura sino para divertirse e ir contra la sana costumbre de mirar de frente el peldaño. Tan lengua de trapo Julio, y erre francesa. Tan adverso al almidón y al cartón, tan de llorar si había que hacerlo y sin razón alguna,  pero no importaba. 

Un tal Julio, hecho Cronopio por obra y gracia de su espíritu lúdico; escribidor de cartas, perseguidor de historias ordinarias que trasmutaba, cual demiurgo, en cuentos fantásticos, en momentos inolvidables. Un tal Julio, conejillo de indias en el experimento de encontrarle explicación y paradoja a esto de vivir. Un tal Julio que le repugnaba, por indecente, la muerte, que tomaba de a sorbos largos la cerveza en verano y el escocés en invierno; que escribía en cafetines sobre las páginas de cuadernos escolares cuando no en una Remintong que hacia crujir con sus dedos de pianista. Un tal Julio, del tamaño de una voluta de humo, por el cigarro que antecedía sus dientes. Un tal Julio, avispa y mariposa, boxeador a lo Muhammad Ali, trompetista de palabras, ciclista del planeta. Un tal Julio que queremos tanto y que nos recuerda que una sopa puede ser mas que cucharillas y verduras, que un puente no es solo el objeto material que cruzamos por inercia sino aquel que seamos capaces de construir a través de nuestros deseos, sueños, y placeres. Un tal Julio, autonauta, arquitecto de pirámides, coleccionista infatigable de melodías y solos de jazz que guardaba en esa biblioteca que la anatomía del cerebro describe como el hipocampo.

Un tal Julio, de allá y de acá, de Bruselas donde nació por accidente y de Banfield, un pueblito “a media hora en tren de Buenos Aires, donde vivió de los cuatro a los diecisiete años”; casi campesino como maestro de escuela, hipnotizado por la ciudad, y por los discos de pasta.


Un tal Julio, que prefirió la geografía de Rayuela al secreto abismo del átomo; que se entretenía diseñando instrucciones para llorar, y una más curiosa, la que enseñaba cómo matar hormigas en Roma. Un tal Julio, diapasón de sí mismo que quiso escucharse en la cara de los ángeles.


Un tal Morelli

La metáfora del pescador viene al pelo a la hora de explicar el anecdotario universal del lector. Qué sí leyó el Quijote en inglés, y a los cuatro años -como cuenta Borges por ahí, y muchos se lo creen-; qué si lleva tres lecturas del Ulises de James Joyce, y la primera la hizo a los diez años de edad; que está releyendo ensayos de Voltaire y Montaigne; que está decepcionado con la traducción de unos trabajos de André Malraux pero que afortunadamente se encontró una de Paúl Valery que peca de extraordinaria, que tiene a tirito y en la cola un poemario de Rene Char, y que anda molesto con Ismael porque quedó de enviarle unas ediciones del Fondo de Cultura Económica tan pronto llegara a México y ve la fecha, y todavía nada.

Algo parecido sucede con Rayuela, todos o la gran mayoría guardan una anécdota especial con respecto a su encuentro con la novela de Cortazar. Es algo similar al: ¿dónde estabas tú cuando le dispararon a Kennedy? 

Conozco gente que detestan a Rayuela porque es popular, otros porque no la “entienden”, otros porque no aceptan que un adolescente de mejillas hinchadas por el acné ande por ahí recitando trozos de la novela y hablando peste del realismo mágico. Esa historia continuará, porque es humana, y además porque Cortazar se detuvo en un hombre distinto pero que es el mismo de toda la vida. Cambió de escenarios pero dejó al hombre en la inmensidad de sus miserias y en el abismo de la alegría de vivir, que en su caso fue escribir, vale decir, crear y maravillarse ante la potencia de la palabra y sus ardides. 

Los escritores, también, suelen valerse de la metáfora y presentan el pez “de éste tamaño”. De esos y esas historias se encargó Borges en el Aleph, cuando echa andar a un desmesurado poeta que pretende inventariar el universo a través de versos rimados y milimétricamente medidos.

Este es el tamaño del pez que nos presenta el mismo Cortázar, es del tamaño de sus palabras: “Acabé mi primera novela cuando contaba nueve años de edad. Era una novela muy lacrimógena, muy romántica en la que todo el mundo moría al final”

No dudo de la precocidad de Cortazar, pero es bueno saber que Rayuela la escribe cuando pisaba los cincuenta años de edad, y hay quien señala que es apenas después de los 37 que se empieza a conocer su alucinante narrativa; en todo caso la traigo como bastón para que me ayude a “meterme” en su novela. Sí, porque más que “una valoración de magíster”, de las que detestaba Cortazar, la mía será una breve relación del encuentro con un libro que marcó mi vida.
El mío no fue un encuentro casual porque todos coincidimos que: “un encuentro casual con Cortazar es lo menos casual en nuestras vidas”. Recuerdo que el libro cayó en mis manos allá por el año 75 del siglo pasado. Se lo cancelé a un librero comunista que me miró como solo podía mirar Ricardo III -como el personaje de Shakespeare, mí librero era cojo y un tanto cruel por no decir avieso-, y me espeto un: ¿qué carajo vas hacer tú con ese libro?  Léete a Marta Harneker o al bigotón este – ¿cómo es que se llama? – ah, sí, a Nietzsche. Mi respuesta al escupitajo del librero comunista es historia para otro texto.
Rayuela no me atrapa por la forma en la que está escrita. Eso de saltar del capítulo 20 al 80 me resultó interesante, un poco curioso pero nada más. En verdad me daba cuenta que estaba bregando con una manera de contar “distinta”; pero la mecánica propuesta por el autor ya era una costumbre que practicaba con frecuencia. Por flojera me había impuesto lecturas saltadas, y por regocijo volvía a capítulos anteriores, párrafos y partes enteras que ya me habían gustado o de las que me enteraba por otras vías: un artículo, un ensayo, una conversa entre amigos. 
De Rayuela, me inquietaba más el autor y su manejo de la retórica discursiva (en ese tiempo, honesto es decirlo, no articulaba así pero lo “sentía”). Me interesaba el hecho de leer una novela que mantenía como epicentro de “la trama” el género literario que la contenía, y esa constante en torno al lenguaje, la estética del ocio, y cierto fatalismo que convierte a los personajes de la novela en seres escépticos y errabundos.
De lo anterior precisaré dos ejemplos, primero el del lenguaje: Cortazar inventa uno nuevo, el glíglico, del que se da razón el capítulo 68 de la novela. Vamos a escucharlo:  “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpaso en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.”
Si acaso no convencen estos praemas fabluados los invito a leer el Capítulo 41: No queda ni uno derecho, pensaba Oliveira, mirando los clavos desparramados en el suelo. Y a esta hora la ferretería está cerrada, me van a echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos. Hay que enderezarlos, no hay remedio. Cada vez que conseguía enderezar a medias un clavo, levantaba la cabeza en dirección a la ventana abierta y silbaba para que Traveler se asomara. Desde su cuarto veía muy bien una parte del dormitorio, y algo le decía que Traveler estaba en el dormitorio, probablemente acostado con Talita. Los Traveler dormían mucho de día, no tanto por el cansancio del circo sino por un principio de fiaca que Oliveira respetaba. Era penoso despertar a Traveler a las dos y media de la tarde, pero Oliveira tenía ya amoratados los dedos con que sujetaba los clavos, la sangre machucada empezaba a extravasarse, dando a los dedos un aire de chipolatas mal hechas que era realmente repugnante. Más se los miraba, más sentía la necesidad de despertar a Traveler. Para colmo tenía ganas de matear y se le había acabado la yerba: es decir, le quedaba yerba para medio mate, y convenía que Traveler o Talita le tiraran la cantidad restante metida en un papel y con unos cuantos clavos de lastre para embocar la ventana. Con clavos derechos y yerba la siesta sería más tolerable.”

De la reflexión estética se encarga Morelli, un personaje escurridizo que oficia la escritura “sin amigos y sin lectores”. Morelli espanta cualquier desvío del autor hacia formas caras a la tradición “realista, castiza, y telúrica” de la que se alimentaba la narrativa hispanoamericana. Suerte de carnicero, Morelli podía llegar al mutismo total ya que la palabra más que expresar se le mostraba como un músculo al que había que capar hasta el máximo. Al final no sabemos si es por él o si ya la novela había tomado partido, lo que sí es cierto es que el libro se va cojeando por el lado del surrealismo. Una clave de esto es el epígrafe de Jacques Vaché, personaje “descubierto” por André Bretón en un hospital militar francés que inspiro a los surrealistas y del que Bretón dijo que era un hombre más bello que una flauta.
Rayuela no solo es una gran novela, se le atribuyen otros aciertos y se le acusa de algunos crímenes. Por ejemplo, hay quien la señala como parricida de las letras latinoamericanas porque rompe con algunos paradigmas que serán definitivos. En su modestia y agudeza, Cortazar se defiende así: “Se puede hablar de parricidio, pero más importante que la noción de parricidio es simplemente la insatisfacción que la generación joven siente con respecto a las lecturas que hace.

Esa nueva generación tiene una visión diferente, porque la Historia también está cambiando y entonces ellos lanzan una nueva manera de sentir; una nueva manera de expresarse.”

Finalmente acudo al crítico español Andrés Amorós a quien se le debe una de los prólogos más memorables que se recuerde sobre la novela de Cortazar, ¿Qué historia cuenta Rayuela? (pregunta y responde Amorós): En la primera parte, "Del lado de allá" (París), Horacio Oliveira vive con la Maga y rodeado de amigos que forman el Club. Muere Rocamadour, el hijo de la Maga, y Horacio, después de varias crisis, se separa de ella. En la segunda parte, "Del lado de acá", Horacio ha vuelto a Buenos Aires, vive con su antigua novia, Gekrepten, que le esperó; en realidad, se pasa la vida con sus amigos Traveler y Talita, trabaja con ellos en un circo, primero, y luego en un manicomio. En Talita cree ver de nuevo a la Maga y eso le conduce a otra crisis.

Hay que añadir una tercera parte, "De otros lados", que agrupa materiales heterogéneos: complementos de la historia anterior, recortes de periódico, citas de libros y textos autocríticos atribuidos a Morelli, un viejo escritor al que Horacio visita después de un accidente de tráfico.


Nota: Este texto lo escribí -no estoy seguro de ser su autor. Lo sospecho- para leerlo en los encuentros literarios que organizaba el Fondo Editorial Predios en Upata a mediados de la década de los noventa del siglo pasado. Lo había guardado en una computadora que un día cualquiera dejó de funcionar, y de la que conservé el disco duro. El texto, con pretensiones, malogradas, de ser un ensayo, abordaba la novela Rayuela y a Cortázar como uno de mis escritores favoritos. Tenía un epígrafe de un escritor que ya no me interesa por lo que estimé razonable olvidar que estuvo ahí. Decido subirlo a mis remiendos, consciente de sus falencias, como una manera de recordar que un 12 de febrero del año 1984 moría este Julio que quisimos tanto.


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