viernes, 27 de marzo de 2020


Paradoja de la ballena


Hay un refrán que habla sobre las delicias culinarias por las que muchos se entusiasman sin el menor esfuerzo. El apotegma sentencia: "De la mar, el mero; de la tierra, el cordero". Parafraseando el proverbio que va hasta aquí, siempre digo que: "De la mar, la ballena; y de la tierra, la jirafa". En este caso, el axioma que torpemente ensayo no tiene nada que ver con gustos culinarios, ni posee la gracia estética que brinda la rima bien acuñada; apunta, eso sí, hacia lo que son mis animales favoritos.


Me gustan las ballenas por la imponente majestad que trasmite su tamaño, son los animales mas grandes del planeta. Las prefiero porque cantan mientras cruzan los mares y se lanzan al aire cual globos en las manos de un niño, y porque han convertido en enigma la razón de sus cantos. Además se quedaron en mi por la fascinación que siento por ellas desde que la vi perseguida por el Capitan Ahab, en la novela Moby-Dick, de Melville. Por la jirafa siento ternura, me gusta saber que el horizonte se les hace mas pronto, y me intriga el hecho de que sean mudas. Esto último juega con la ironía, y ese es otro cuento.



Traigo el cetáceo hasta aquí para establecer una suerte de analogía entre la pandemia que se declaró a partir de la propagación del Covid-19, y lo que pudiera ser, hoy o mañana, la suerte final de la humanidad. He querido, pomposamente, llamar a esta analogía, la Paradoja de la Ballena. No es tan exhaustiva y atrevida como la Paradoja de Fermi, por ejemplo, pero se atreve a correr el riesgo de ser empírica. El caso es que la ballena, que puede llegar a medir hasta 30 metros de longitud y pesar mas de 200 toneladas, tiene su peor enemigo en un organismo microscópico que se instala en algunas partes de su cuerpo y las va minando hasta que les provoca la muerte. Algo parecido ocurre con el coronavirus que se enseñorea en la actualidad por el mundo entero. Su presencia genera un comprensible  pánico, dada su morbilidad y mortalidad. Pone en peligro la existencia misma de la humanidad, y el lugar de privilegio que ha ocupado hasta ahora en la cúspide de la pirámide alimenticia. Llega este virus y nos coloca contra la pared. Es como un delincuente que en mitad de la noche te apunta con una pistola en la cabeza, no para robarte si no para divertirse, para hacerte saber que tiene tu vida en sus manos. Pues sí, este bichito , al que se le atribuye el gentilicio chino, cambió las reglas del juego. Es, como la globalización, indiferentes a las singularidades. Se sabe que no tiene escrúpulos. Nos agarró con las manos ocupadas. Dicen los pesimistas que se ahorrará el mérito de la Peste Negra, a quien se le atribuye el detonante del renacimiento europeo. De esta, sí se sale, quedarán los post en las redes sociales, y la herida en el rostro de una humanidad que declara su omnipotencia porque se desayuna escribiendo en twitter.


Hasta aquí la Paradoja de la Ballena, estrafalaria idea que nace a la sombra de una cuarentena que se extiende y de la que deberíamos salir victoriosos pero con un tapaboca y un spray con antibacteriano en la mano.

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